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viernes, 12 de diciembre de 2014

Fun, fun, fun

    Va sucediendo, sin intervención divina ni humana, simplemente porque ha de ocurrir y cuando quieres reaccionar se iluminan las bombillas, aparecen abetos surgidos del cemento, mil colores se ocupan de alegrar  desengaños. La Paz y el Amor se venden a precio de saldo.
    Una ciega Ilusión se pierde entre el paso de los años, se la van llevando aquellos que se fueron quién sabe dónde, mientras se acomoda en los pliegues de la piel un gélido desencanto. Desencanto que a veces, con uñas y dientes, entra en calor y caldea el corazón; otras en cambio, no lo consigue y el corazón tirita, porque ya usa dentadura postiza y tiene el mal vicio de comerse hasta los padrastros de sus dedos.
    El soniquete cansino de un villancico viene envuelto en brisa de nieve, avisando, alertando: “Este se acaba y bueno será el año que está por venir. ¿Seguro? ¿Usted me lo certifica? Porque en eso andamos hace ya,  y ¡oiga!, no hay manera”.

    A pesar de los pesares, se desembalan las figuritas de barro, envueltas en hojas de periódico de un año para otro; se coloca el puente de corcho sobre el río de aluminio donde brincan los peces; el castillo de Herodes sobre la caja de zapatos camuflada con papel y musgo. El pesebre, el Niño…Tres Reyes viejos como Matusalén cabalgan, sin moverse del sitio, despistados se equivocan y nunca dejan el regalo que con tanto hincapié pediste en la carta que por mensajero real les enviaste.  Se adorna el árbol. Se organiza, en bandeja plateada, el surtido de mantecados y polvorones y humedeciendo la palma de la mano se frota el carrizo de la zambomba  mientras otros a tu lado le dan a la pandereta y a la carrañaca.

    Entonces, las duquelas se diluyen entre parabienes y la tierna mirada de mis gurripatos hace posible la magia de la Navidad.

jueves, 13 de noviembre de 2014

IMPASSE

Si anduviera por los años setenta, tiraría enérgicamente del folio, liberándolo del negro caucho del rodillo de mi máquina de escribir, para acto seguido, como cruel verdugo, rasgarlo en pedazos carentes de forma que verían su fin en el fondo de la papelera. Pero me encuentro en pleno siglo XXI y ante mí, impávido, un blanco resplandece. Es el brillo eléctrico de la pantalla de plasma, el monitor de una computadora, que mal nombramos etiquetándola como ordenador. Este trasto jubiló a mi entrañable “Olivetti”, postergándola en el segundo anaquel de la librería.
El ordenador, es un artilugio fragmentado. Sus fracciones conectadas mediante cables han conseguido que, si no me gusta lo escrito, si me equivoco, basta con oprimir la tecla “Supr” y eliminado; si dudo de la ortografía no tengo porque buscar en el tocho del diccionario, en dos segundos un tal Google clarifica mis vacilaciones. Puedo reducir, ampliar, cortar, copiar, pegar, consultar, modificar…Tan solo un gesto de mi dedo índice y mil y una posibilidades se despliegan frente a mis atónitas pupilas.
            Con tanto adelanto debería de escribir de corrido, sin embargo no es así.
            Devano mi sesera en busca de un relato increíble, inaudito, pero las ideas se desparraman por entre los surcos de mis lóbulos, dejándome con la mente inmaculada.

            Esto de escribir es un sentimiento, profundo y etéreo al mismo tiempo. Es un estado de ánimo semejante al que padece un enamorado. Es una historia de amor eterno, donde las ausencias languidecen en ceniceros repletos de colillas, donde las infidelidades distorsionan el alma, donde los arrebatos devuelven el aire y se empieza a respirar henchido, donde al colocar el punto y final, el espíritu toca con la punta de sus dedos un clímax que creyó inalcanzable.

jueves, 28 de agosto de 2014

LÚJAR

    Desde crios recorremos estas empinadas y recoletas calles por lo que nuestros sentidos se han acostumbrado a la cal, al perfume de los claveles reventones asomados a las ventanas,  a ese dormitar de un gato de tres pelos en el poyete del tinao, al incansable canto del gallo apenas despunta el alba por el cerro al que conocemos como Morrote, al soniquete cansino del caminar de los mulos, a los ratos de conversación en la plaza después de misa, al grito de pescao que viene fresquito dos veces en semana y que el sábado, ya es una institución,  acompaña a una buena perola de migas de harina de trigo.
     Un macizo de riscos, de lajas afiladas, atravesado de profundos barrancos, se extiende desde el levante al poniente. Majestuosa con su tiara de nieve durante el invierno, la Sierra de Lújar, abraza esta tierra. En su falda, apiñadas unas contras otras, casitas blancas reflejan los rayos del sol. Cuando las vislumbras, al coronar el cerro del Conjuro, parecen salidas de la nada, rompiendo la dureza de la montaña, limitando espartos, bolinas y palmitos para dar paso a los campos de valientes almendros de troncos rugosos, casi negros que se intercalan con humildes algarrobos y centenarios olivos. Surge entonces, el Alcornocal, yacimiento de corcho, salvaje y frondoso cuajado de jaras que al caer la tarde invaden con su perfume el aire, llenando el espíritu de una tranquilidad suave, sencilla como sus pétalos blancos.
     El campanario de la  iglesia mudéjar anuncia que avanza la mañana y con  ella el trasiego en las cocinas donde ya hierve el puchero de coles, esas criadas en la vega, entre el maíz y las patatas y que satisfacen al más exquisito de los paladares. Ahí en la vega, cuyos surcos riega la alberca, brinca el agua que como por arte de magia, mana de la oquedad de un tajo. Caños y pilar la recogen para encauzarla por las acequias refrescando naranjos y mandarinos en un estallido de verdes  que se van difuminando y se tornan marrones. Aparecen entonces un paisaje que desciende entre veredas y caminos sorteando plantaciones de aguacates y chirimoyos, mientras los invernaderos irrumpen en el entorno de una rambla en cuya margen izquierda nuevamente las calles empinadas y casas encaladas se arremolinan en torno a la ermita y el lavadero para ir alejándose unas de otras, apareciendo cortijos que miran de frente al mar. El inmenso mar, nuestro límite, allí donde las olas, incansables, mojan el rebalaje  una y otra vez.

     Grandes piedras le llamaron aquellos fenicios que por estos parajes se asentaron, terruño duro donde los haya donde se forjaron hombres y mujeres con casta quienes amillarando sus fatigas nos dejaron en herencia esta  tierra de contraste que conforma nuestro municipio: Lújar, Los Carlos, Cortijo los García, Venta de Lújar, Cuesta de Adra y Cambriles, donde la Sierra de Lújar y el mar Mediterráneo se dan la mano, donde el sol campea a su antojo en un cielo tan azul que duele mirarlo; donde la perdiz con sus reclamos nos anuncia la primavera;  donde cultura y tradición se funden en un fervor innato por la Santa Cruz, por Santo Cristo, por la Virgen de Fátima, por la del Rosario; donde el aire es puro y huele a romero, tomillo, cantueso y gayomba; donde el canto de los grillos  amenizan las noches de verano; donde el invierno se combate al calor de un buen tronco en la chimenea; donde una tenue y húmeda neblina, a la que llamamos recencio, nos amansa el espíritu;  donde las cosas sencillas son nuestro mayor tesoro.

sábado, 19 de julio de 2014

Del verano

Las bullas de primeros de julio, por aquellos entonces, eran otras muy distintas. Los críos, ansiosos, correteaban por los cuartos reconociendo cada uno, certificando que cada cosa se mantenía en su sitio, tal y como quedaron tras el pasado fin de semana. Entre tanto, su padre y yo, lejos de comprobaciones nos afanábamos en acomodar los bultos de alimentos, ropa y demás enseres que habían ocupado hasta el último milímetro libre del maletero de nuestro Opel del 92. Dos meses por delante para vivirlos entre playa y campo, enlazando cumpleaños, fiestas patronales y tardes al fresco bajo la parra o en el poyo de la plaza. Buenos veranos, aquellos de entonces,  con el desorden propio de críos sin colegio, ausentes de horarios, libres de compromisos, cada uno en sus quehaceres predilectos. Cuando todo estaba bajo control.

lunes, 23 de junio de 2014

De vuelta

Enfrentándome de nuevo al blanco, en un intento de recuperar un vicio innato que me vuelve a encajar en el quicio del que tan a menudo me salgo por ese impulso visceral de mi carácter fuerte e indomable, por ese defecto de fabricación cuya virtud, no muy favorable, es protestar cuando no me viene al hilo la situación a la que me enfrento.
Desde que me conozco he tenido la necesidad vital de escribir, de contar, de relatar, teniendo el convencimiento de trasmitir sentimientos ocultos por simple vergüenza al “qué dirán”. Los años te dan un grado y van descargando en tu espalda ñoñeces y remilgos y te arman de osadía para ponerte manos a la obra.
Bueno ya he flanqueado la barrera del comienzo. Del retorno, diré más exactamente, porque de eso se trata, de volver a entusiasmarme uniendo vocablos aquí y allá y si de paso entretengo aquél o aquella que tropiece con uno de estos párrafos, pues habré conseguido sentirme satisfecha y eso a estas alturas de mi existencia es todo un logro.
                                          


jueves, 3 de mayo de 2012

D O S

     El dos es un guarismo simple, aburrido, desaborido, por mucho que se empeñara Dª Antonia, mi primera maestra, en representarlo como un bellísimo cisne, a pesar de que en la cancioncilla, coreada por todos los párvulos, nos referíamos a otra ave. Cantábamos: El 2 es un patito que está tomando el sol.


     Siento por el susodicho dos, una antipatía genética e irracional que no terminaba de explicarme hasta hace unas horas, en las cuales he pensado en frío sobre este número par y, para mi extrañeza, también primo. El único en medio de los impares.

    Sin percatarme de ello, el dos está supeditando nuestra realidad, y si no comprueben ustedes, ahí van tres parejas: Sarkozy y Merkel, PSOE y PP, Real Madrid y Barça. Muchas más parejitas me vienen incomodando, sin embargo las dejaré en el saco roto donde las guardo, a ver si encuentran el descosido y se van a hacer puñetas.

    Nos estamos acomodando a este dos de las narices (que aunque tan sólo tengamos una, la mentamos en plural).

   Temo los extremos pares porque la realidad no es extremista, no es dualista. Ni arriba ni abajo, a media altura es el sitio. Ni de día ni de noche, el atardecer es extraordinario. Ni blanco ni negro, el gris tiene su encanto. Ni frío ni calor, la primavera es ideal. Ni por la izquierda ni por la derecha, por mitad de la vereda se contempla mejor el paisaje.

   Ni buenos ni malos, simplemente en la travesura está el secreto de la inquieta ingenuidad de un niño.



lunes, 4 de abril de 2011

La taba roja (fragmento)

Volvió a su ático a pesar de la insistencia de Arturo para que se quedara esa noche a dormir. Se encontraba mucho mejor, relajada, casi tenía asumido su encuentro con Gabriel, aunque las pruebas que esgrimió el amante de su madre le dieran la certeza de una historia que creyó de una extraña. Las palabras de Gabriel continuaban dando coletazos en su mente, buscando sitio entre sus recuerdos.
Dejó correr un poco el agua y se llenó un vaso. Estaba fría, cristalina, sin color. Agua. La fue bebiendo despacio, dejándola discurrir, sintiéndola bajar por su garganta. Llenó un segundo vaso y lo bebió de igual modo. Una lucecita roja, la regresó a la cocina:
              -¡Mierda! La lavadora, desde ayer. Anda que estará buena la ropa-hablaba sola, discutía con ella misma en voz alta-¡Que coraje! Mano a poner otra vez el suavizante. Le daré un enjuagón- y se puso manos a la obra para intentar que las prendas, centrifugadas, arrugadas y apelmazadas, volvieran a su estado de origen. Luego, se retiró a su dormitorio para propiciar a su mente y a su cuerpo, un merecido descanso, el cual le permitiera afrontar, con energías renovadas, un nuevo día.
Sin embargo, el ánima del abuelo Inocencio deambulaba entre su cama y el comodín. Se asomaba a la ventana. Se sentaba en su calzadora. La miraba desde la puerta de su dormitorio.
            -¡Maldito!-se incorporo de golpe y de golpe se dejó caer sobre la almohada. Varias vueltas infructuosas entre las mantas la obligaron a levantarse. Fue encendiendo cada uno de los interruptores por los que iba pasando, iluminando su paso, alumbrando las sombras de espectros imaginarios, hasta verse de nuevo en la cocina. En uno de los cajoncillos, bajo la encimera, guardaba el paracetamol. Con la ayuda de un vaso de leche, se lo tomó y volvió sobre sus pasos. Pero, al atravesar el salón, su vista, sin recibir el mandato de su cerebro, se detuvo en la estantería donde los álbumes de fotos, guardan instantes de vida.
           -¡Estas guapísima, Marianita! Pareces un ángel-el abuelo sorprendido, la miraba de abajo arriba. De arriba abajo-A partir de ahora tienes que ser muy buena, sino ya sabes, Dios te castigará. No puedes faltar ni un solo domingo a Misa, si te portas mal no podrás comulgar…
          -Papá, ya sabe todo eso. La estás poniendo nerviosa-acudió en defensa de su hija, Adela Mastranzo.
          -Toma, mira el regalo que te he traído-besó a su nieta, disimulando la incómoda intromisión de su hija, en las recomendaciones que relataba y que creyó convenientes dar-Es un álbum, para que pongas tus fotos de Primera Comunión, y firmemos todos los que te vamos a acompañar en el día más importante de tu vida.
La niña miró el libro encuadernado en fina piel blanca, blanquísima. En la parte inferior derecha, de la portada, grabado, como si lo hubieran marcado a hierro candente, la silueta de un cáliz, del que sobresalía la hostia sagrada. Lo abrió. Este álbum pertenece a………… Hice mi Primera Comunión el día……….en la Iglesia………….. Y así unos párrafos más a cumplimentar por la protagonista de tal especial ocasión.
Sor María del Perpetuo Socorro iba recibiendo a cada una de las niñas, que de la mano de sus padres, llegaban muy recogidas hasta la sacristía, impecables en sus trajes de hilo almidonados. El velo de tul, prendido en un casquete, se anudaba bajo sus barbillas con un lazo de raso.
La monja, encargada de aquellos menesteres durante dos décadas, repasaba con rigor la postura de las infantas. En una voz tan baja, tan espiritual, tan casi imperceptible, las corregía:      
            -Las manos, procurad llevarlas juntas, sobre el pecho. La cabeza baja. Jesús os está esperando, tenéis que acercaros a Él con mucho recogimiento.
El vestido le picaba en la espalda y el los brazos, pero no podía modificar su pose. “Quieta, aguanta” se convencía.
Con un susurro, Sor María del Perpetuo Socorro, le avisó:
            -Mariana, es tu turno.
Tropezó con el reclinatorio, pero hábil, salvó el escollo y salió de su puesto encaminándose por el pasillo central de la iglesia hasta el altar:
           -Yo, Mariana, renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo servir a Jesucristo por siempre jamás-desertó del Maligno con una perfecta pronunciación.
Este álbum pertenece a Mariana Alhamijo Mastranzo. Hice mi Primera Comunión el día 13 de Mayo de 1.963, en la Iglesia Nuestra Señora de la Merced de las Hermanas Mercedarias.
Pasó estas páginas preliminares, buscaba las fotografías que su madre colocó unos días más tarde. Su primer plano, en blanco negro, era la primera. Luego, una foto con papá y mamá; otra con el hermano de papá, el tío Angel y su mujer, la tía Manoli, y los primos, Jordi y Manel, que viajaron desde Barcelona, donde emigraron en el 1.960 en busca de un mejor porvenir; una más, donde se fotografió con los abuelos Carlos y Margarita. Una última con el abuelo Inocencio y la abuela Adelaida. Al pie de cada instantánea, la dedicatoria y la rubrica de los figurantes adultos.
Exasperada cerró el libro. Se giró, buscando a su alrededor, incierta. Rascaba su barbilla y de pronto chasqueó las yemas de sus dedos.
Concienzudamente secaba uno de los senos del fregadero, había vuelto otra vez a su cocina. Ni una sola gota de humedad, así la combustión sería perfecta. Despegó cada foto del libro de su primera comunión y las apartó sobre la encimera, todas menos una. Después, rasgó cada hoja del álbum, dejando caer el destrozado papel en la concavidad de aluminio. Hizo trizas la foto donde un hombre muy compuesto, con un traje de “Príncipe de Gales” se apoyaba con ambas manos, sobre sus hombros, a su espalda, y una mujer muy elegante en su vestido de media manga francesa, con altos tacones de aguja, la cogía de una mano. Los tres, junto a unas de las centenarias palmeras del jardín del colegio. Como un cruel verdugo, prendió los vestigios de aquel 13 de mayo y se encendió un cigarrillo. Mientras contemplaba la quema, fumaba apoyada sobre el quicio de la despensa.
Inocencio y Adelaida ardían en un fuego que, Mariana deseó fuera eterno.