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sábado, 12 de septiembre de 2009

AQUEL 16 DE JULIO DE 1.997

Miguel Ángel Blanco había sido secuestrado y su vida pendía de un hilo.
Me pasé dos días frente al televisor, acariciando mi pronunciado vientre. En el séptimo mes, la ecografía, desvelo que sería varón. Apretaba su culito contra mi pared abdominal, tanto que conseguía darle palmaditas hasta que cambiaba su postura a una más cómoda para los dos.
No me sentía bien. Aquella tarde su padre y yo, nos dirigimos a urgencias. En pocos minutos me encontré conectada a la máquina que escupía sin cesar gráficos y escalas. El bebé estaba bien pero había que ingresarme, se acercaba el parto, un parto complicado por la cesárea anterior.
Mala suerte, la planta de Maternal estaba completa, no había camas libres, así que nos devolvieron a casa. Ya avisarían.
Otra vez me senté frente al televisor y abrazada de nuevo a mi vientre intentaba entender lo que estaba pasando en Ermua: Miguel Ángel apareció herido de muerte con dos tiros en la cabeza. Murió de madrugada.
Sonó el teléfono, una voz amable me indicó que disponía de alojamiento en tan peculiar hotel.
En la habitación, dos camas. Me designaron la que estaba junto a la ventana, desde ella la vista era un gran lienzo: La Sabika coronada por la Alhambra.
Sobre la colcha, se disponían con orden matemático: el enorme camisón, toalla y sobrecitos con gel y champú para el aseo personal.
Dos días trascurrieron entre visitas del médico, analíticas, pruebas…y nueva compañera de habitación, por cierto se quejaba de todo, le dolía todo, lloraba por todo. No llegó para darme ánimos precisamente. Achaqué tantos miedos y llantinas a su condición de primeriza.
Amaneció el tercer día, miércoles. Era especial, festividad de la Virgen del Carmen.
Aunque hubiera preferido seguir durmiendo un rato más no tuve elección, de modo que abrí el grifo y dejé caer sobre mí el agua que, en multitud de gotitas cristalinas, esparcía la alcachofa de la ducha. Inmóvil, sentía correr aquel líquido incoloro sobre mi piel y observaba como blincaba sobre mi vientre, como una cascada, hasta mis pies. Reaccioné cuando la novata me indicó que era su turno para usar el baño.
El desayuno estaba servido en bandeja: café con leche y bollo.
La siguiente actividad programada para el día era la visita a la consulta del médico.
Al entrar, éste me espetó un “como dan lugar ustedes a ponerse de esta forma”. Agradable el gordinflón. ¿Se había mirado él al espejo aquella mañana?.
Mi niño no estaba cómodo, me daba pequeños avisos, quería ver el sol, respirar el aire de aquella tarde de Julio, oír a los pajarillos reclamando cobijo en las ramas de los árboles…Casi me había quedado dormida escuchando el galopar del potrillo que parecía su corazón, cuando la puerta de la sala de motorización se abrió entrando un grupo de batas blancas.
En la zona lumbar, entre las vértebras, el anestesista introdujo un líquido, ignoro su color, que me hizo sentir una pequeña descarga eléctrica. Comencé a no sentir mi cintura, ni mis piernas y me trasformé en corcho. ¡Qué frío y duro el aluminio de la mesa de operaciones!. Sobre mi vientre dispusieron un telón verde.
El reloj analógico de la pared marcaba las 6 y diez de la tarde.
Noté el bisturí abriéndose camino. No lo percibí.
Aquellas batas blancas seguían pululando al mí alrededor como mariposas. Al dar las siete, una de las alevillas abrió su amplia sonrisa y se escucho un llanto.
Envuelto en una sábana, siempre verde, me entrego a mi niño.


(Escrito el 16 de julio de 2.009, doce años después)

jueves, 10 de septiembre de 2009

MISERIA

Algunos hablan de miseria, califican con este vocablo la causa endémica de migrar a otros lugares en busca de mejores condiciones de vida.
Entiendo por miseria: desgracia, pobreza extrema, insignificante, desaseo.
He tratado de encontrar tales males en estas casitas blancas, que apiñadas, unas contra otras, se extienden al píe de la Sierra, arropando el nacimiento del agua bajo el tajo, escondidas tras el Alcornocal, abiertas a la inmensidad del mar, y en verdad que no he hallado ni el más leve resquicio de la tal miseria.
Ocurrió hace tiempo que la llamada del progreso sorprendió a muchos y abrumados llenaron baúles y valijas. Volvieron su cabeza al atravesar la Loma, mirando por última vez su pueblo y con el corazón repleto de esperanza se aventuraron en ciudades extrañas. El lance a la mayoría les salió bien.
Fueron valientes.
Hubo quién se atrevió a quedarse: ¿un lugar mejor?, adonde.
Aquí tengo mi casa, mi familia y algún que otro jornal; y yo, un par de fincas con almendros, algarrobos y olivos; y yo aquél riego. Cuando arranque las papas te llevaré un saco; y yo cuando muela te daré unas arrobas de aceite; y yo cuando siegue te dejaré paja y trigo. Y en la cuadra el marrano engorda para navidad; y las gallinas que ponen huevos; y el conejo para al arroz, que tierno; y el pulpo secándose en el terrado, junto a los higos; y en la lumbre, sobre las estrébedes, chisporroteando la leña, hierve la olla con el puchero de coles.
Tuvieron valor.
Años duros para todos en una batalla sin cuartel pretendiendo bienestar. Amor propio a manos llenas. Fue su aliado el tiempo que, con su trascurrir, les colmo de vástagos, desahogos, libertades y recuerdos.
Hoy unos y otros se dan la mano, refrendando la victoria sobre el destino, orgullosos por haber conseguido que este lugar no sucumba al abandono.
Amanece tras el Morrote, como cada día, como siempre y duele mirar la blancura de la cal cuando la castiga el sol.
¿Miseria?, a la lucha del hombre por sobrevivir yo le llamo Libertad.