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miércoles, 14 de abril de 2010

VA POR GRANADA


       ¡Que manía de cambiar, lo que está bien, tiene estos gobernantes! Nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino, aclarándonos que la modernidad impera, que hay que adaptarse a los nuevos tiempos. Pues así será, pero yo por más vueltas que le doy, no entiendo esa filosofía.

       Me estoy refiriendo a los nuevos espacios para disfrute público, que se están inaugurando estos días en Granada, y cuyas obras se han financiado, dicen, con la ayuda del Gobierno Central a raíz de la crisis, paro y demás males que nos oprimen.

       Ese encanto tan singular, tan emblemático, de mi ciudad, conocido en el mundo entero, está siendo sacrificado en pro de un cosmopolitismo que nos viene grande. Entiendo que existan grandes avenidas, con no sé cuantos carriles, edificios que dañan tu cuello al intentar alcanzar con la mirada sus inexistentes tejados, plazas que no son tales, donde campea el cemento y el hierro, pero aquí, en Granada, esos decorados sin alma, dañan la vista y el sentimiento.

       Ríos de tinta han corrido desde el siglo XIX, cuando a los ilustrísimos ilustrados liberales se les ocurrido embovedar el río Darro, dando fin y destruyendo un patrimonio que no les pertenecía. Decidieron enterrar, a pico y pala, el curso del río desde Plaza Nueva hasta su desembocadura en el Genil. A cambio: calles, entonces adoquinadas, hoy asfaltadas. Adiós al Puente del Carbón, al Puente de la Paja, al Puente de Castañeda…, adiós a las casas de su ribera, a los talleres de artesanía, a sus recoletas calles…Pero se congratularon ellos, ya que podían circular con sus flamantes carruajes por donde antes sólo discurría el agua, amén de la alta cotización que alcanzaron los edificios construidos a ambos lados de los márgenes fluviales donde antes florecían almeces, moredas y agriaces. Aquella remodelación se hizo para mejorar la economía de la ciudad. Claro que la mejoraron: la de sus propios bolsillos.

       No tuvieron bastante y dirigieron su interés hacía el barrio nazarí de Elvira, derribando cuanto les estorbaba para construir una gran avenida, por lo de la expansión, y abren la arteria de la Gran Vía. Acto seguido, los nuevos edificios: palacetes copiados de la rancia Europa, al que cada uno ponía su nombre y gritaba a los cuatros vientos su poder.

       Desaparecieron en unos años los que perduró durante siglos, en favor de una modernidad ficticia y bien remunerada para los propietarios del suelo urbanizado, que además eran también, claro está, los que ostentaban el poder. Quizás, ni se les pasó por sus mentes privilegiadas, que tal vez Granada debería haber crecido por el extrarradio, a las afueras de la Medina.

       Pasó el tiempo y los que vinieron después hicieron público el error cometido, error que ya no tenía apaño. Lo hecho, hecho está. Lo que aún no había sido destruido, se mantuvo, se restauró.

       Pero el ser humano no escarmienta y llegamos a la actualidad sin haber aprendido la lección de los que nos precedieron y estos de ahora, nuevos iluminados, vuelven a las andadas. Sirva como ejemplo el palacete decimonónico de la calle Alhamar, en el barrio Fígares, destruido en su totalidad y en su solar un enorme hotel de unas cuántas estrellas, de nuevo hierro y cemento donde la vegetación envolvía una coqueta vivienda o el horroroso pavimento de La Alcaicería que ha sustituido al magnífico empedrado granaíno. De pena.
       Y siguen remodelando: Plaza de San Agustín, Plaza de la Romanilla, Huerto de Carlos (Albayzín), Placeta del Humilladero,…y así hasta el infinito. Menos mal que después de un año de obras, al Paseo del Salón y Jardinillos, sólo se han atrevido a agrandarles las aceras, eso sí, las han alumbrado con una especie de alcayatas gigantes.