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lunes, 4 de abril de 2011

La taba roja (fragmento)

Volvió a su ático a pesar de la insistencia de Arturo para que se quedara esa noche a dormir. Se encontraba mucho mejor, relajada, casi tenía asumido su encuentro con Gabriel, aunque las pruebas que esgrimió el amante de su madre le dieran la certeza de una historia que creyó de una extraña. Las palabras de Gabriel continuaban dando coletazos en su mente, buscando sitio entre sus recuerdos.
Dejó correr un poco el agua y se llenó un vaso. Estaba fría, cristalina, sin color. Agua. La fue bebiendo despacio, dejándola discurrir, sintiéndola bajar por su garganta. Llenó un segundo vaso y lo bebió de igual modo. Una lucecita roja, la regresó a la cocina:
              -¡Mierda! La lavadora, desde ayer. Anda que estará buena la ropa-hablaba sola, discutía con ella misma en voz alta-¡Que coraje! Mano a poner otra vez el suavizante. Le daré un enjuagón- y se puso manos a la obra para intentar que las prendas, centrifugadas, arrugadas y apelmazadas, volvieran a su estado de origen. Luego, se retiró a su dormitorio para propiciar a su mente y a su cuerpo, un merecido descanso, el cual le permitiera afrontar, con energías renovadas, un nuevo día.
Sin embargo, el ánima del abuelo Inocencio deambulaba entre su cama y el comodín. Se asomaba a la ventana. Se sentaba en su calzadora. La miraba desde la puerta de su dormitorio.
            -¡Maldito!-se incorporo de golpe y de golpe se dejó caer sobre la almohada. Varias vueltas infructuosas entre las mantas la obligaron a levantarse. Fue encendiendo cada uno de los interruptores por los que iba pasando, iluminando su paso, alumbrando las sombras de espectros imaginarios, hasta verse de nuevo en la cocina. En uno de los cajoncillos, bajo la encimera, guardaba el paracetamol. Con la ayuda de un vaso de leche, se lo tomó y volvió sobre sus pasos. Pero, al atravesar el salón, su vista, sin recibir el mandato de su cerebro, se detuvo en la estantería donde los álbumes de fotos, guardan instantes de vida.
           -¡Estas guapísima, Marianita! Pareces un ángel-el abuelo sorprendido, la miraba de abajo arriba. De arriba abajo-A partir de ahora tienes que ser muy buena, sino ya sabes, Dios te castigará. No puedes faltar ni un solo domingo a Misa, si te portas mal no podrás comulgar…
          -Papá, ya sabe todo eso. La estás poniendo nerviosa-acudió en defensa de su hija, Adela Mastranzo.
          -Toma, mira el regalo que te he traído-besó a su nieta, disimulando la incómoda intromisión de su hija, en las recomendaciones que relataba y que creyó convenientes dar-Es un álbum, para que pongas tus fotos de Primera Comunión, y firmemos todos los que te vamos a acompañar en el día más importante de tu vida.
La niña miró el libro encuadernado en fina piel blanca, blanquísima. En la parte inferior derecha, de la portada, grabado, como si lo hubieran marcado a hierro candente, la silueta de un cáliz, del que sobresalía la hostia sagrada. Lo abrió. Este álbum pertenece a………… Hice mi Primera Comunión el día……….en la Iglesia………….. Y así unos párrafos más a cumplimentar por la protagonista de tal especial ocasión.
Sor María del Perpetuo Socorro iba recibiendo a cada una de las niñas, que de la mano de sus padres, llegaban muy recogidas hasta la sacristía, impecables en sus trajes de hilo almidonados. El velo de tul, prendido en un casquete, se anudaba bajo sus barbillas con un lazo de raso.
La monja, encargada de aquellos menesteres durante dos décadas, repasaba con rigor la postura de las infantas. En una voz tan baja, tan espiritual, tan casi imperceptible, las corregía:      
            -Las manos, procurad llevarlas juntas, sobre el pecho. La cabeza baja. Jesús os está esperando, tenéis que acercaros a Él con mucho recogimiento.
El vestido le picaba en la espalda y el los brazos, pero no podía modificar su pose. “Quieta, aguanta” se convencía.
Con un susurro, Sor María del Perpetuo Socorro, le avisó:
            -Mariana, es tu turno.
Tropezó con el reclinatorio, pero hábil, salvó el escollo y salió de su puesto encaminándose por el pasillo central de la iglesia hasta el altar:
           -Yo, Mariana, renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo servir a Jesucristo por siempre jamás-desertó del Maligno con una perfecta pronunciación.
Este álbum pertenece a Mariana Alhamijo Mastranzo. Hice mi Primera Comunión el día 13 de Mayo de 1.963, en la Iglesia Nuestra Señora de la Merced de las Hermanas Mercedarias.
Pasó estas páginas preliminares, buscaba las fotografías que su madre colocó unos días más tarde. Su primer plano, en blanco negro, era la primera. Luego, una foto con papá y mamá; otra con el hermano de papá, el tío Angel y su mujer, la tía Manoli, y los primos, Jordi y Manel, que viajaron desde Barcelona, donde emigraron en el 1.960 en busca de un mejor porvenir; una más, donde se fotografió con los abuelos Carlos y Margarita. Una última con el abuelo Inocencio y la abuela Adelaida. Al pie de cada instantánea, la dedicatoria y la rubrica de los figurantes adultos.
Exasperada cerró el libro. Se giró, buscando a su alrededor, incierta. Rascaba su barbilla y de pronto chasqueó las yemas de sus dedos.
Concienzudamente secaba uno de los senos del fregadero, había vuelto otra vez a su cocina. Ni una sola gota de humedad, así la combustión sería perfecta. Despegó cada foto del libro de su primera comunión y las apartó sobre la encimera, todas menos una. Después, rasgó cada hoja del álbum, dejando caer el destrozado papel en la concavidad de aluminio. Hizo trizas la foto donde un hombre muy compuesto, con un traje de “Príncipe de Gales” se apoyaba con ambas manos, sobre sus hombros, a su espalda, y una mujer muy elegante en su vestido de media manga francesa, con altos tacones de aguja, la cogía de una mano. Los tres, junto a unas de las centenarias palmeras del jardín del colegio. Como un cruel verdugo, prendió los vestigios de aquel 13 de mayo y se encendió un cigarrillo. Mientras contemplaba la quema, fumaba apoyada sobre el quicio de la despensa.
Inocencio y Adelaida ardían en un fuego que, Mariana deseó fuera eterno.

martes, 8 de febrero de 2011

LA TABA ROJA (fragmento)

La vecina del tercero izquierda, era una solterona muy cotilla, se conocía la vida y milagros de cada uno de los moradores de aquella comunidad. Tanto era así que bastaba con preguntarle a ella, para saber a la perfección si el del cuarto estaba al corriente en el pago de las mensualidades o si el matrimonio del segundo, seguía tan unido como el primer día o si el niño de los Antúnez regresaba de madrugada con demasiada alegría. Un portento, aquella señora no tenía desperdicio, era una enciclopedia del saber vecinal.


Había terminado de recoger la cocina. Una cazuela de boquerones con tomates y pimientos, fue su almuerzo, la paga no le daba para muchos lujos y su delicada digestión, no le permitía excederse en su dieta. Su médico de familia se lo tenía advertido, “Nada de carnes grasas y coma cinco veces al día, poco, pero varias veces”, le aconsejaba cada mes, cuando acudía a su consulta en busca de las recetas para los comprimidos de la tensión arterial y el colesterol. En lo único que no le obedecía era en su recomendación de dormir la siesta. A veces lo intentó, pero se levantaba de muy mal humor, además se desvelaba por la noche, así que ella durante esa media hora, salía a la terracilla desde donde contemplaba el deambular de la gente por su calle y controlaba el portal del edificio, no sin antes llenar el plato de su querido Panceta, un gatito romano tan viejo como ella.

Estaba el día desapacible, pero no se turbó, echó mano de su toquilla y cubriendo sus hombros, se asomó como de costumbre. Al poco vio como un individuo pulsaba todos los llamadores electrónicos de su inmueble. “¿Qué querrá éste ahora?”, pensó. Pero como no lo conocía, no le abrió. Otro vecino, más confiado, sí activó el mecanismo de apertura y, contrariada, observó al individuo penetrando en el portal. No le dio importancia al hecho, los geranios reclamaron su atención, por lo que ensimismada iba cortándoles las hojas secas.

Al rato lo vio de nuevo.

-¡Anda! Mira Panceta, el tipo ese que antes llamó a todos los timbres, acaba de salir y lleva un rollo enorme debajo del brazo. ¡Vaya por Dios! ¿Qué será? Tengo que enterarme. Venga, deja ya las raspas-empujaba al gato, intentando que le siguiera al interior.

A través de la mirilla de la puerta, oteaba el rellano, pero no había movimiento, ni siquiera escuchó nada. Se encogió de hombros, volviendo a su comedor dispuesta a ver la telenovela. Panceta la seguía maullando, porque no se le olvidaba que aún le quedaban algunas sabrosas raspillas en su comedero.

Un bullicio de puertas y pasos por las escaleras la sacó de la tensa historia de infidelidades, desamores, pasiones y odios, que la mantenía enganchada a la pequeña pantalla. Algo ocurría, ese jaleo a tan calmosas horas no era lo usual. Antes de abrir la puerta, coqueta, se arregló el pelo y compuso su toquilla, arrugada sobre el cuello. A Panceta lo metió en la cocina, por si tenía la idea de escaparse escaleras abajo, como le ocurrió en cierta ocasión y estuvo dos días callejeando en busca de novias, para volver echo una pena de arañazos y bocados, consecuencia de las luchas felinas con otros machos, disputándose los favores de lindas gatitas.

En seguida se enteró del motivo que había perturbado la paz de los vecinos. En el ático, se había cometido un robo. La puerta estaba abierta, forzada. La policía nada más llegar, mantenía al vecindario en el rellano, ocupándose de controlar el revuelo organizado. “¡Vaya por Dios!, exclamó cuando los Antúnez la pusieron al corriente. Casi se enfadó consigo misma por no haber estado atenta, ella que no perdía puntada. Pero al instante reaccionó y sintió pena por su vecina, por la dueña de aquel piso, una chica simpática, que siempre la saludaba al cruzarse con ella, que siempre tenía una caricia para Panceta. “¡Pobrecilla, que mal rato se va a llevar cuando se lo digan!”, pensó.

Al batir, el ruido del tenedor golpeando la loza del plato, alertó a Panceta. Su dueña se estaba preparando una apetitosa tortilla, por supuesto de dos huevos, pues debía de hacerlo así, para luego, al dividirla en dos, él degustara una parte. Se relamía nada más pensarlo.

-Anda vamos a cenar-le dijo al minino-a ver si nos tranquilizamos. ¡Vaya un tropel que hemos tenido! Claro que para irritación, la que debe tener la muchacha del ático. ¿Vistes su cara cuando llegó? , venía desencajada y es que no es para menos. ¡Estate quieto! Anda toma, ¡mira que manejas hambre!