Las bullas de primeros de
julio, por aquellos entonces, eran otras muy distintas. Los críos, ansiosos,
correteaban por los cuartos reconociendo cada uno, certificando que cada cosa
se mantenía en su sitio, tal y como quedaron tras el pasado fin de semana.
Entre tanto, su padre y yo, lejos de comprobaciones nos afanábamos en acomodar
los bultos de alimentos, ropa y demás enseres que habían ocupado hasta el
último milímetro libre del maletero de nuestro Opel del 92. Dos meses por
delante para vivirlos entre playa y campo, enlazando cumpleaños, fiestas
patronales y tardes al fresco bajo la parra o en el poyo de la plaza. Buenos
veranos, aquellos de entonces, con el
desorden propio de críos sin colegio, ausentes de horarios, libres de
compromisos, cada uno en sus quehaceres predilectos. Cuando todo estaba bajo
control.