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jueves, 28 de agosto de 2014

LÚJAR

    Desde crios recorremos estas empinadas y recoletas calles por lo que nuestros sentidos se han acostumbrado a la cal, al perfume de los claveles reventones asomados a las ventanas,  a ese dormitar de un gato de tres pelos en el poyete del tinao, al incansable canto del gallo apenas despunta el alba por el cerro al que conocemos como Morrote, al soniquete cansino del caminar de los mulos, a los ratos de conversación en la plaza después de misa, al grito de pescao que viene fresquito dos veces en semana y que el sábado, ya es una institución,  acompaña a una buena perola de migas de harina de trigo.
     Un macizo de riscos, de lajas afiladas, atravesado de profundos barrancos, se extiende desde el levante al poniente. Majestuosa con su tiara de nieve durante el invierno, la Sierra de Lújar, abraza esta tierra. En su falda, apiñadas unas contras otras, casitas blancas reflejan los rayos del sol. Cuando las vislumbras, al coronar el cerro del Conjuro, parecen salidas de la nada, rompiendo la dureza de la montaña, limitando espartos, bolinas y palmitos para dar paso a los campos de valientes almendros de troncos rugosos, casi negros que se intercalan con humildes algarrobos y centenarios olivos. Surge entonces, el Alcornocal, yacimiento de corcho, salvaje y frondoso cuajado de jaras que al caer la tarde invaden con su perfume el aire, llenando el espíritu de una tranquilidad suave, sencilla como sus pétalos blancos.
     El campanario de la  iglesia mudéjar anuncia que avanza la mañana y con  ella el trasiego en las cocinas donde ya hierve el puchero de coles, esas criadas en la vega, entre el maíz y las patatas y que satisfacen al más exquisito de los paladares. Ahí en la vega, cuyos surcos riega la alberca, brinca el agua que como por arte de magia, mana de la oquedad de un tajo. Caños y pilar la recogen para encauzarla por las acequias refrescando naranjos y mandarinos en un estallido de verdes  que se van difuminando y se tornan marrones. Aparecen entonces un paisaje que desciende entre veredas y caminos sorteando plantaciones de aguacates y chirimoyos, mientras los invernaderos irrumpen en el entorno de una rambla en cuya margen izquierda nuevamente las calles empinadas y casas encaladas se arremolinan en torno a la ermita y el lavadero para ir alejándose unas de otras, apareciendo cortijos que miran de frente al mar. El inmenso mar, nuestro límite, allí donde las olas, incansables, mojan el rebalaje  una y otra vez.

     Grandes piedras le llamaron aquellos fenicios que por estos parajes se asentaron, terruño duro donde los haya donde se forjaron hombres y mujeres con casta quienes amillarando sus fatigas nos dejaron en herencia esta  tierra de contraste que conforma nuestro municipio: Lújar, Los Carlos, Cortijo los García, Venta de Lújar, Cuesta de Adra y Cambriles, donde la Sierra de Lújar y el mar Mediterráneo se dan la mano, donde el sol campea a su antojo en un cielo tan azul que duele mirarlo; donde la perdiz con sus reclamos nos anuncia la primavera;  donde cultura y tradición se funden en un fervor innato por la Santa Cruz, por Santo Cristo, por la Virgen de Fátima, por la del Rosario; donde el aire es puro y huele a romero, tomillo, cantueso y gayomba; donde el canto de los grillos  amenizan las noches de verano; donde el invierno se combate al calor de un buen tronco en la chimenea; donde una tenue y húmeda neblina, a la que llamamos recencio, nos amansa el espíritu;  donde las cosas sencillas son nuestro mayor tesoro.