Desde crios recorremos
estas empinadas y recoletas calles por lo que nuestros sentidos se han
acostumbrado a la cal, al perfume de los claveles reventones asomados a las
ventanas, a ese dormitar de un gato de
tres pelos en el poyete del tinao, al incansable canto del gallo apenas
despunta el alba por el cerro al que conocemos como Morrote, al soniquete
cansino del caminar de los mulos, a los ratos de conversación en la plaza
después de misa, al grito de pescao
que viene fresquito dos veces en semana y que el sábado, ya es una
institución, acompaña a una buena perola
de migas de harina de trigo.
Un macizo de riscos, de lajas afiladas, atravesado de profundos
barrancos, se extiende desde el levante al poniente. Majestuosa con su tiara de
nieve durante el invierno, la Sierra de Lújar, abraza esta tierra. En su falda,
apiñadas unas contras otras, casitas blancas reflejan los rayos del sol. Cuando
las vislumbras, al coronar el cerro del Conjuro, parecen salidas de la nada,
rompiendo la dureza de la montaña, limitando espartos, bolinas y palmitos para
dar paso a los campos de valientes almendros de troncos rugosos, casi negros
que se intercalan con humildes algarrobos y centenarios olivos. Surge entonces,
el Alcornocal, yacimiento de corcho, salvaje y frondoso cuajado de jaras que al
caer la tarde invaden con su perfume el aire, llenando el espíritu de una
tranquilidad suave, sencilla como sus pétalos blancos.
El campanario de la
iglesia mudéjar anuncia que avanza la mañana y con ella el trasiego en las cocinas donde ya
hierve el puchero de coles, esas criadas en la vega, entre el maíz y las
patatas y que satisfacen al más exquisito de los paladares. Ahí en la vega,
cuyos surcos riega la alberca, brinca el agua que como por arte de magia, mana
de la oquedad de un tajo. Caños y pilar la recogen para encauzarla por las
acequias refrescando naranjos y mandarinos en un estallido de verdes que se van difuminando y se tornan marrones.
Aparecen entonces un paisaje que desciende entre veredas y caminos sorteando
plantaciones de aguacates y chirimoyos, mientras los invernaderos irrumpen en
el entorno de una rambla en cuya margen izquierda nuevamente las calles
empinadas y casas encaladas se arremolinan en torno a la ermita y el lavadero
para ir alejándose unas de otras, apareciendo cortijos que miran de frente al
mar. El inmenso mar, nuestro límite, allí donde las olas, incansables, mojan el
rebalaje una y otra vez.
Grandes piedras le llamaron aquellos fenicios que por estos
parajes se asentaron, terruño duro donde los haya donde se forjaron hombres y
mujeres con casta quienes amillarando sus fatigas nos dejaron en herencia
esta tierra de contraste que conforma
nuestro municipio: Lújar, Los Carlos, Cortijo los García, Venta de Lújar,
Cuesta de Adra y Cambriles, donde la Sierra de Lújar y el mar Mediterráneo se
dan la mano, donde el sol campea a su antojo en un cielo tan azul que duele
mirarlo; donde la perdiz con sus reclamos nos anuncia la primavera; donde cultura y tradición se funden en un
fervor innato por la Santa
Cruz , por Santo Cristo, por la Virgen de Fátima, por la del Rosario ; donde el
aire es puro y huele a romero, tomillo, cantueso y gayomba; donde el canto de
los grillos amenizan las noches de
verano; donde el invierno se combate al calor de un buen tronco en la chimenea;
donde una tenue y húmeda neblina, a la que llamamos recencio, nos amansa el espíritu; donde las cosas sencillas son nuestro mayor
tesoro.