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jueves, 13 de noviembre de 2014

IMPASSE

Si anduviera por los años setenta, tiraría enérgicamente del folio, liberándolo del negro caucho del rodillo de mi máquina de escribir, para acto seguido, como cruel verdugo, rasgarlo en pedazos carentes de forma que verían su fin en el fondo de la papelera. Pero me encuentro en pleno siglo XXI y ante mí, impávido, un blanco resplandece. Es el brillo eléctrico de la pantalla de plasma, el monitor de una computadora, que mal nombramos etiquetándola como ordenador. Este trasto jubiló a mi entrañable “Olivetti”, postergándola en el segundo anaquel de la librería.
El ordenador, es un artilugio fragmentado. Sus fracciones conectadas mediante cables han conseguido que, si no me gusta lo escrito, si me equivoco, basta con oprimir la tecla “Supr” y eliminado; si dudo de la ortografía no tengo porque buscar en el tocho del diccionario, en dos segundos un tal Google clarifica mis vacilaciones. Puedo reducir, ampliar, cortar, copiar, pegar, consultar, modificar…Tan solo un gesto de mi dedo índice y mil y una posibilidades se despliegan frente a mis atónitas pupilas.
            Con tanto adelanto debería de escribir de corrido, sin embargo no es así.
            Devano mi sesera en busca de un relato increíble, inaudito, pero las ideas se desparraman por entre los surcos de mis lóbulos, dejándome con la mente inmaculada.

            Esto de escribir es un sentimiento, profundo y etéreo al mismo tiempo. Es un estado de ánimo semejante al que padece un enamorado. Es una historia de amor eterno, donde las ausencias languidecen en ceniceros repletos de colillas, donde las infidelidades distorsionan el alma, donde los arrebatos devuelven el aire y se empieza a respirar henchido, donde al colocar el punto y final, el espíritu toca con la punta de sus dedos un clímax que creyó inalcanzable.