Si anduviera por los años
setenta, tiraría enérgicamente del folio, liberándolo del negro caucho del
rodillo de mi máquina de escribir, para acto seguido, como cruel verdugo,
rasgarlo en pedazos carentes de forma que verían su fin en el fondo de la papelera.
Pero me encuentro en pleno siglo XXI y ante mí, impávido, un blanco
resplandece. Es el brillo eléctrico de la pantalla de plasma, el monitor de una
computadora, que mal nombramos etiquetándola como ordenador. Este trasto jubiló
a mi entrañable “Olivetti”, postergándola en el segundo anaquel de la librería.
El ordenador,
es un artilugio fragmentado. Sus fracciones conectadas mediante cables han
conseguido que, si no me gusta lo escrito, si me equivoco, basta con oprimir la
tecla “Supr” y eliminado; si dudo de
la ortografía no tengo porque buscar en el tocho del diccionario, en dos
segundos un tal Google clarifica mis
vacilaciones. Puedo reducir, ampliar, cortar, copiar, pegar, consultar,
modificar…Tan solo un gesto de mi dedo índice y mil y una posibilidades se
despliegan frente a mis atónitas pupilas.
Con
tanto adelanto debería de escribir de corrido, sin embargo no es así.
Devano
mi sesera en busca de un relato increíble, inaudito, pero las ideas se
desparraman por entre los surcos de mis lóbulos, dejándome con la mente inmaculada.
Esto
de escribir es un sentimiento, profundo y etéreo al mismo tiempo. Es un estado
de ánimo semejante al que padece un enamorado. Es una historia de amor eterno,
donde las ausencias languidecen en ceniceros repletos de colillas, donde las
infidelidades distorsionan el alma, donde los arrebatos devuelven el aire y se
empieza a respirar henchido, donde al colocar el punto y final, el espíritu
toca con la punta de sus dedos un clímax que creyó inalcanzable.