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martes, 8 de febrero de 2011

LA TABA ROJA (fragmento)

La vecina del tercero izquierda, era una solterona muy cotilla, se conocía la vida y milagros de cada uno de los moradores de aquella comunidad. Tanto era así que bastaba con preguntarle a ella, para saber a la perfección si el del cuarto estaba al corriente en el pago de las mensualidades o si el matrimonio del segundo, seguía tan unido como el primer día o si el niño de los Antúnez regresaba de madrugada con demasiada alegría. Un portento, aquella señora no tenía desperdicio, era una enciclopedia del saber vecinal.


Había terminado de recoger la cocina. Una cazuela de boquerones con tomates y pimientos, fue su almuerzo, la paga no le daba para muchos lujos y su delicada digestión, no le permitía excederse en su dieta. Su médico de familia se lo tenía advertido, “Nada de carnes grasas y coma cinco veces al día, poco, pero varias veces”, le aconsejaba cada mes, cuando acudía a su consulta en busca de las recetas para los comprimidos de la tensión arterial y el colesterol. En lo único que no le obedecía era en su recomendación de dormir la siesta. A veces lo intentó, pero se levantaba de muy mal humor, además se desvelaba por la noche, así que ella durante esa media hora, salía a la terracilla desde donde contemplaba el deambular de la gente por su calle y controlaba el portal del edificio, no sin antes llenar el plato de su querido Panceta, un gatito romano tan viejo como ella.

Estaba el día desapacible, pero no se turbó, echó mano de su toquilla y cubriendo sus hombros, se asomó como de costumbre. Al poco vio como un individuo pulsaba todos los llamadores electrónicos de su inmueble. “¿Qué querrá éste ahora?”, pensó. Pero como no lo conocía, no le abrió. Otro vecino, más confiado, sí activó el mecanismo de apertura y, contrariada, observó al individuo penetrando en el portal. No le dio importancia al hecho, los geranios reclamaron su atención, por lo que ensimismada iba cortándoles las hojas secas.

Al rato lo vio de nuevo.

-¡Anda! Mira Panceta, el tipo ese que antes llamó a todos los timbres, acaba de salir y lleva un rollo enorme debajo del brazo. ¡Vaya por Dios! ¿Qué será? Tengo que enterarme. Venga, deja ya las raspas-empujaba al gato, intentando que le siguiera al interior.

A través de la mirilla de la puerta, oteaba el rellano, pero no había movimiento, ni siquiera escuchó nada. Se encogió de hombros, volviendo a su comedor dispuesta a ver la telenovela. Panceta la seguía maullando, porque no se le olvidaba que aún le quedaban algunas sabrosas raspillas en su comedero.

Un bullicio de puertas y pasos por las escaleras la sacó de la tensa historia de infidelidades, desamores, pasiones y odios, que la mantenía enganchada a la pequeña pantalla. Algo ocurría, ese jaleo a tan calmosas horas no era lo usual. Antes de abrir la puerta, coqueta, se arregló el pelo y compuso su toquilla, arrugada sobre el cuello. A Panceta lo metió en la cocina, por si tenía la idea de escaparse escaleras abajo, como le ocurrió en cierta ocasión y estuvo dos días callejeando en busca de novias, para volver echo una pena de arañazos y bocados, consecuencia de las luchas felinas con otros machos, disputándose los favores de lindas gatitas.

En seguida se enteró del motivo que había perturbado la paz de los vecinos. En el ático, se había cometido un robo. La puerta estaba abierta, forzada. La policía nada más llegar, mantenía al vecindario en el rellano, ocupándose de controlar el revuelo organizado. “¡Vaya por Dios!, exclamó cuando los Antúnez la pusieron al corriente. Casi se enfadó consigo misma por no haber estado atenta, ella que no perdía puntada. Pero al instante reaccionó y sintió pena por su vecina, por la dueña de aquel piso, una chica simpática, que siempre la saludaba al cruzarse con ella, que siempre tenía una caricia para Panceta. “¡Pobrecilla, que mal rato se va a llevar cuando se lo digan!”, pensó.

Al batir, el ruido del tenedor golpeando la loza del plato, alertó a Panceta. Su dueña se estaba preparando una apetitosa tortilla, por supuesto de dos huevos, pues debía de hacerlo así, para luego, al dividirla en dos, él degustara una parte. Se relamía nada más pensarlo.

-Anda vamos a cenar-le dijo al minino-a ver si nos tranquilizamos. ¡Vaya un tropel que hemos tenido! Claro que para irritación, la que debe tener la muchacha del ático. ¿Vistes su cara cuando llegó? , venía desencajada y es que no es para menos. ¡Estate quieto! Anda toma, ¡mira que manejas hambre!