Copyright

©Propiedad Intelectual RTA-241-10

viernes, 20 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 7º Capítulo



El Gallo, señorito del corral, con arrogante soberbia, lanza su canto hacia el amanecer y los primeros rayos de Sol, van asomándose, tímidos, tras el Morrote, y el silencio va tornándose en un nuevo día.
Crepita la leña y la olla de café, empieza a hervir. El pan, el queso, higos secos. Un tazón de leche con sopas. El mulo patea el empedrado y la herradura de su pezuña, tintinea avisando que su amo se acerca.
Un trasiego de caballerías.
El cántaro, enristre a la cintura y en la mano el caldero. A por agua a la Fuente, las faenas de la casa esperan.
Hasta el año 1.975, no hubo agua corriente en las viviendas.
El abuelo nos había regalado un cantarillo de barro, a cada una.
Me gustaba acomodarlo en mi cadera y rodearlo con mi brazo derecho. Caminando con altanería, llegaba al Pilar, y con mucho cuidado no se colara una sangüijuela, esperaba que el agua rebosara por la boca del cántaro. Inma me imitaba, y luego me seguía, mirando hacia los lados, escondiéndose. Daniel, había jurado quebrarle el cántaro. Y nos esperaba escondido en el Callejón de los Porras, y nos hacia correr para escapar de sus malas intenciones. Un fatal día, lo consiguió. Inma lloraba inconsolable, su cántaro, su precioso cantarillo.

En una mano el coscurro de hogaza y en la otra la onza de chocolate, pasábamos calle adelante hacia Plaza, donde el resto de la chiquillería nos esperaba, claro que también nos esperaba apostillada en las Escalerillas, Encarna la de Angélico, y en un abrir y cerrar de ojos Inma se quedaba mirando su mano vacía, su onza de chocolate había desaparecido. Encarna, la miraba desafiante mientras saboreaba el dulce cacao.

“A tapar la calle que no pase nadie....”. La Plaza se llenaba de canciones de comba: “Doce son los Hijos de Jacob....”, “Pluma, tintero y papel....”. De canciones de corro: “Donde están las llaves?, matarile, matarile...”. Y así una tarde y otra.

A la “piola” no me gustaba jugar, ni al “pirri”. Mi constitución física no me permitía saltar sobre la espalda de otra niña, ni ir empujando a la pata coja, un trozo plano de piedra sorteando las distintas fases de los cuadrados. Cuando nos reuníamos con los niños, tomábamos el pueblo. Los juegos más populares: “El Alto” y “Piedra Libre” dos variantes del famoso Escondite. En el primero se jugaba por grupos y eran eliminados aquellos que eran descubiertos. El segundo era individual, uno se la “quedaba” mientras el resto se escondía, si eras descubierto te eliminaban, pero si conseguías llegar a la esquina que era la meta sin ser visto, gritabas a los Cuatro Vientos: “piedra libre por mí”. Estabas salvado.

sábado, 14 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 6º Capitulo



Andábamos nerviosas, inquietas. Este 14 de Septiembre de 1.970, estábamos en el Pueblo.

Santo Cristo, nuestro Patrón, el Patrón de Lújar. ¡Las Fiestas!.






Mirábamos la Loma Tarajá sin parpadear, esperando vislumbrar una pequeña polvareda, prueba inequívoca de que el camión con los músicos llegaba al Pueblo. Corríamos ilusionadas, Cuesta del Calvario arriba, a esperar a la Banda. La chiquillería tras la música por las calles empedradas y los seseantes zumbidos de los cohetes, anunciaban el comienzo de las fiestas patronales.


Tras la Misa solemne, concierto en la Plaza a cargo de la Banda de Música.


















Por la tarde, por las calles del Pueblo, con la fresca, la Procesión del Cristo, en sus pequeñas andas, rebosando de flores, esparragueras y nardos. Los más pequeños abrían el solemne cortejo con la Cruz de guía y los cirios, las mujeres, ordenadas en dos filas, con velas, con recogimiento unas, otras con pequeños secretos al oído. Luego el Cura y el Paso, llevado a hombros por cuatro hombres, detrás el resto de varones, en grupo, sin orden, venerando a su Santo Patrón.
No es fácil describir el sentimiento, hay que vivirlo. La interminable traca de pólvora, ensordece tus oídos, la música, el olor a cera, la multitud fervorosa en la Plaza y la visión de Cristo asomándose al cancel de la Iglesia, hace que un escalofrió recorra todo tu cuerpo, una lágrima se desliza suavemente por tu mejilla, un suspiro profundo devuelve la respiración contenida. Desde tu interior y en silencio, le gritas: “Gracias”.
Y la Corrida de Cintas.
Durante las tardes de estío, las “mozuelas” del Pueblo, bordaban con primor, cintas de colores, que luego se colgaban en alto, a lo ancho de la calle, entre la Plaza y la Escuela.
Los “mozuelos”, cual hidalgos jinetes sobre mulos aparejados con arreos de gala, habían de pasar bajo la guirnalda variopinta, y empuñando un afilado trozo de vara, ensartar la anilla sujeta a la cinta. Como pájaros libres de su jaula, las cintas revoloteaban, desplegando sus primorosas labores y desvelando el nombre (secreto hasta ese momento), de su creadora.
Se las conocía como “Las Manolas”. El último día de las fiestas se las agasajaba con un baile.




Bajo un inmenso cielo parpadeante, con infinidad de estrellas, la música inundaba el aire, y la alegría reinaba soberana.
El Conjunto, grupo musical que amenizaba el baile, complacía, una a una, las peticiones de su “público”: pasodobles, rumbas, tangos... y la canción del verano, para los más jóvenes.




La pista de baile, al aire libre, instalada entre la Escuela y el Salón Parroquial, quedaba a un nivel más bajo de la calle principal, por lo que le permitía a las mujeres de más edad, “vigilar” unas y “cotillear” otras. Bajo ningún concepto, entrarían a formar parte de la verbena.
La baranda de troncos y ramas de pino, bordeaba toda la pista, impregnando el aire con su olor inconfundible a verde y resina.



Con el Gordo, a las doce en punto de la noche, las fiestas daban fin. Empezaba en ese momento la cuenta atrás para otro Santo Cristo. Y final del verano, vuelta al Colegio.
Era el momento de las despedidas. Los que habían emigrado a Barcelona, Mallorca, Almería, no volverían hasta pasado un año. Cruda realidad del andaluz de aquella época, obligado a dejar su tierra, su familia, su hogar, a cambio de un sustento para los suyos.

viernes, 13 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 5º Capítulo





El abuelo Francisco en el Rincón




Agosto era breve, 31 días, se esfumaban, uno tras otro, entre la brisa de las tardes estivales, pero lo vivido era tan intenso que cada instante, cada situación, cada experiencia, iban dejando huella, aprisionando mis sentimientos, atrapándome, hundiendo cada vez más profundas mis raíces, en aquella tierra dura, firme, afable, sobria, donde el tiempo se había detenido, donde la paz que se respiraba te hacía sentir inmensamente dichosa.




El Simca


Todo empaquetado. El Simca listo para iniciar el viaje, ¿y las niñas?, las niñas, ¿dónde están las niñas?. Mi padre, nervioso no dejaba de recriminar a mi madre lo consentidas que nos tenia, siempre en la calle, siempre jugando, y a la hora de irnos, nadie nos había visto. Apurábamos hasta el último instante, tardaríamos en volver, la Navidad, ¡quedaba tan lejana!. Por fin, aparecíamos ó nos encontraba mi madre, en la Plaza, en el ojo de la alberca ó en casa de Lourdes.
¡Ah, un momento, este año Santo Cristo cae en sábado!.



Rondaba el año 1.969. En la casa de al lado, se instalaban unos nuevos vecinos, Rosa y José. Hasta esa fecha habían vivido durante dieciocho años en tres cortijos de la zona, La Monja (dos años), Volabero (12 años) y Mora (dos años). Fruto de su matrimonio: Lola, Rosa, Elisa, José Antonio, Encarna y Ángel. Volabero, una finca cercana al pueblo, se levantaba mirando al mar, de espalda a la Sierra, donde termina el Alcornocal. Un gran pozo, abastecía de agua a la familia y regaba los huertos, donde José cultivaba cereales, frijoles, tomates, patatas, coles, habas, así como almendros, olivos y algarrobos.



Multitud de cortijos rodeaban al pueblo, Mora, Trujillo, El Escribano, La Casilla, El Aljibe...., todos habitados, llenos de vida. Y el de Las Piedras, también conocido como el de La Viuda, este era el más importante. Era la casa solariega de D. Carlos, dueño de un interminable paraje, incluido el Alcornocal. Hoy día, el magnífico conjunto rural, se encuentra en completo abandono, en ruinas. Su espeso y extenso paseo de pinos piñoneros, intransitable. La Mina (nacimiento natural de agua), seco. La Ermita, derruida. El Molino, sin el preciado óleo. El horno, sin su hogaza de pan crujiente. La Casa, sin ajetreo de vida.



Rosa, la segunda hija, de mis vecinos Rosa y José, volvió al pueblo, junto a su familia. Tenía doce años.
Desde pequeña, vivió con sus tíos, Mariano y Elisa, en Gualchos, localidad cercana al Pueblo.
El matrimonio no tuvo hijos, pero criaron a su sobrina como a una hija propia.
Y nos conocimos.
Encontré en Rosa a la mejor compañera, a la mejor amiga. Nuestra corta edad nos hacia cómplices. Compartíamos sueños, descubrimientos, alegrías, fracasos, éxitos.
Juntas dimos fin a nuestra infancia, nos aventuramos en la adolescencia, llegamos a la juventud y, disfrutamos ahora de una inmejorable madurez.

"EL PUEBLO" 4º Capítulo



Juan Medina, mamá, el abuelo y Elisa (al fondo) 1.971

Todos los viernes como un ritual, mi madre preparaba el viaje y lo tenía todo listo para que a la vuelta del colegio de sus niñas y al regreso de su marido del trabajo, todos pudiéramos partir hacía el pueblo.
Al lado de nuestra casa, a la izquierda según se mira, vivía un matrimonio (aquí poder sus nombres), yo recuerdo sólo a la mujer, cuando salía al terrao a poner sus tomates, o los boquerones o el pulpo, a secar. Y es que al pueblo nunca le ha faltado de nada. Si, teníamos pescado fresco casi a diario, Ramón, gitano él, con su borriquillo, nos traía hasta la misma puerta de nuestra casa, la mejor morralla, el mejor pulpo, las mejores bogas, doblas y besugos, de toda la costa.





En la puerta de la casa, Ramón el pescadero. Junto a él, Ana y la niña de espaldas es Lourdes. En la subida, Angelitas, mamá y la Inma.


A la derecha estaba la casa de Angelitas. Ella era hermana del Boticario, estaba soltera, y se ganaba algunas pesetas vendiendo hilos y agua de colonia. Estaba enferma de los bronquios pero eso no la limitaba, siempre estaba contenta. Nunca pasé de la entrada de su casa, cuando mi madre nos mandaba a comprar algún que otro hilo ó cuando acompañábamos a Lourdes, a comprar igualmente.
Ironías de la vida, hoy día es mi casa.
Laura, la madre de Lourdes, la llamó con voz potente, desde la calle de arriba, donde vivían. Los “MariaLourdes” se repetían y volaban de calle en calle. Nosotras sonreíamos maliciosamente.
Lourdes ha estado con nosotros desde siempre. La relación con la familia de Elías “el correo” era muy estrecha, de hecho una hermana de Laura, Pepa, estaba casada con un hermano de mi abuelo, Gabriel, por tanto teníamos tíos y primos en común, vivíamos muy cerca, de la misma edad que Inma, así que formábamos un buen trío.
Han pasado muchos años, casi una vida, y Lourdes a formado parte de la mía desde un principio, ella me dio la idea de escribir sobre
todo esto que ahora cuento, pero son tantas las vivencias que creo algo se perderá entre los recuerdos, nunca en el olvido.

jueves, 12 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 3º Capitulo

El abuelo pasaba largas temporadas en el pueblo, ocupándose de las labores del campo y disfrutando de los quehaceres agrícolas. Sobre 1.964 realizó la primera remodelación de la casa convirtiendo la cuadra y el corral, en cocina y patio, donde ubicó un pequeño inodoro y una ducha pero sin plato, con un sumidero. Habilito la habitación de aperos, en nuestro dormitorio y la cámara del catre en sala de estar. La antigua cocina paso a ser solo la habitación de la chimenea.
En obras posteriores con motivo de que su otra hija, mi tía Antonia comenzara a visitar el pueblo (maestra nacional, por fin le dieron plaza en una escuela de la provincia de Granada), nuestro dormitorio pasó a ser el de mis tíos y nosotras nos “mudamos” al zaguán donde nos instaló un precioso cuarto. La cocina también se transformó y se elevó a la altura del resto de la casa, quedándose el patio más bajo. Y por fin un aseo completo, minúsculo pero con todo
sus sanitarios. Corría ya 1.972. Así quedó la casa, hasta el 2.005 en que mi madre realizó una pequeña obra en la sala y abrió un gran balcón a la azotea.
Sobre 1.970 construyó el garaje en una parte de la finca del Rincón.

El abuelo con Salvador el albañil, en el Rincón, en la obra del garaje

Los años se sucedían uno tras otro, la vida avanzaba y el país también. A finales de los 60 y principios de los 70 los españoles de la Capital, podían disponer de vehículo propio, teléfono, lavadora, refrigerador y televisión. La vida laboral se hacía cada vez más estable y los sueldos permitían ejercitar el consumo, aunque para ello hubiera que firmar un elevado número de “letras” bancarias que harían frente a los pagos.
Mi padre se compro su primer turismo, un Simca 1000.


Los viajes al pueblo se hicieron más continuos, ¡..y más rápidos, yo sólo tardábamos tres horas en llegar!. Mi estómago, a pesar de la modernidad, seguía jugándome malas pasadas.
Había rumores de que se iba a asfaltar la carretera, pero eran sólo rumores. Lo cierto es que seguíamos circulando por tierra y piedras, de modo que cuando llegamos al pueblo, el magnífico vehículo blanco estaba cubierto de polvo y barro, y con la cubierta del delco llena de picotazos y bollos.


Pero para mi padre eso no era impedimento, había que irse al pueblo, acababan de abrir la veda, primero voleteo y luego los puestos, el reclamo de la perdiz. Los fines de semana eran un trasiego de perros, perdices, escopetas y cazadores.
Mi madre soportaba estoicamente las interminables tertulias frente al fuego, en las que mi padre debatía acaloradamente sobre el apasionante mundo de la caza, unas veces con Juan Medina, otras con Paco “el correo”, otras con Paco Pérez y otras todos juntos.
Ocurrió en más de una ocasión que la noche había pasado, entre vasos de vino, tabaco liao, y anécdotas mil, y desde allí mismo, desde la cocina, salían escopeta al hombro, canana a la cintura, y reclamo en la espalda, a vivir otro más inenarrable puesto de alba. Entonces mi madre se iba a dormir.
“Juan Medina”, en realidad se llama Eulogio, fue el compañero de caza de mi padre, él le enseño todo sobre este arte, le hizo conocedor de la Sierra, de las veredas, de los cucones de agua,....... del cómo, porqué y cuando de cada especie cinegética. Y lo convirtió en un apasionado de la perdiz roja.
Mi padre ya no esperaba que llegara su mes de vacaciones, podía permitirse ir todos los fines de semana al pueblo, y en Navidad, y en Semana Santa,... y nosotras todo el verano, eso si, con el abuelo.


"EL PUEBLO" 2º Capitulo


Con papá en la puerta de la casa

La casa era propiedad del abuelo. Sobre los años 40 se la compró a Valentín. Una vivienda de dos plantas, con gallinero y cuadra. El la restauró, distribuyéndola de la siguiente forma: cinco escalones daban entrada principal a la casa, accediendo directamente al comedor, a la derecha un cuarto, su dormitorio, que daba a la calle. A la izquierda, la cocina con chimenea. Mas a la izquierda, una habitación ciega, el zaguán, donde los bidones de aceite y algunos utensilios de labranza tenían acomodo y desde ahí, a través de una puertecilla (los mayores tenían que encorvarse para traspasarla), y tres altos escalones, descendías a la cuadra. Los pesebres se situaban al frente bajo la zona cubierta y al fondo a la derecha, unas vigas que colgaban del techo, donde por la noche las gallinas se acurrucaban. Tras blincar sobre un nuevo tranco salías a cielo descubierto a la parte exterior de la cuadra y al fondo una puerta, ésta, para el uso de esa zona de la vivienda.
Desde la cocina unas escaleras daban acceso a la parte superior, A la derecha del relleno, un cuarto interior destinado a más utensilios agrícolas. En frente, un dormitorio mirando al mar y a Castell de ferro, que luego sería el de mis padres. Y a la izquierda, la cámara, una habitación alargada. La presidía un enorme catre con un colchón de farfolla (hojas secas de maíz). Fue nuestra cama durante un tiempo, era tan alto y nosotras tan pequeñas que tenían que subirnos en él cuando nos íbamos a dormir. Una vez te acostabas procurabas moverte lo menos posible, si lo hacías la farfolla sonaba, como cuando caminas por un bosque en otoño sembrado de hojas secas. Pero en verano, ese colchón te proporcionaba el sueño más fresco.
Recuerdo mis primeros terrores nocturnos en aquella habitación. Del techo siempre colgaban sacos, manojos de manzanilla y de esparto, sobre las vigas y en la oscuridad, las sombras que dibujaban las luces de la calle se me representaban horribles monstruos que pretendían devorarme. Ni siquiera me consolaba la presencia de mi hermana junto a mi en el catre, ni mi Tata que dormía con nosotras. Y la farfolla sonaba.






Tras una puerta se salía a la azotea. Un mirador abierto al pueblo, a la sierra, al mar, a los barrancos.





La casa estaba situada en la parte baja del pueblo, en la única calle por donde, dada su amplitud, podían circular los escasos vehículos de la época, como el camión de Jaime.
Jaime era propietario de un camión rígido, con cabina y cajón de carga. Su familia, la de María Melero, regentaba la única tienda de ultramarinos del pueblo además de tener horno propio donde se amasaba diariamente pan casero.
Cuando el abuelo precisaba bajar a Motril, con su cosecha de almendras ó de algarrobas, contrataba a Jaime para el porte. Nosotras le acompañábamos. Era fascinante viajar en la cabina del camión. Alguna vez, Jaime nos dejó viajar un ratito en el cajón de carga. La emoción era ya infinita.
Al llegar a Motril, el camión se detenía en “Ca Félix”, un almacén en la calle Nueva. El abuelo nos acomodaba sobre unos sacos, a la vez que nos prometía un helado de la “Monerris”, si éramos buenas.
Mi Tata también nos acompaña en estos deliciosos veranos.

Trinidad Carmona, la Tata. El abuelo la empleo en nuestra casa de Granada, se ocupaba de los quehaceres del hogar y de nosotras. Fue como nuestra abuela, y junto con el abuelo, pasamos momentos inolvidables.
El mejor momento del día, el del baño. En aquella época tener un cuarto baño era un lujo que muy pocos disfrutaban y al que nosotros no teníamos opción. Por ello, la Tata calentaba una enorme olla de agua en el fuego, y en un gran lebrillo de cerámica granadina, echaba el agua, y allí se iniciaba el juego. El agua corría libre por las losetas del suelo de la cámara.
Cuando el sol ya había caído, una suave brisa envuelta en aromas de Celindo, Sampedro, y Galán de Noche, inundaba la tarde. La Tata iba acomodando en unas sillas, los “trasticos” (diminutas copias de ollas, cacerolas, sartenes y cucharones de aluminio). Inma y yo comenzábamos el juego, verdaderas mamás, perfectas amas de casa, ocupándonos de que la comida estuviera apunto. Las niñas: Camila, Elena, Conchita, nos visitaban y compartían con nosotras, aquellas horas infantiles. Por entonces, tener juguetes era algo extraordinario, de modo que aquella cacharrería suponía poseer un gran tesoro.



"UN INVIERNO COMO LOS DE ANTES"



La Fuente





Calentamiento global, sequía...inviernos a 20º...a la playa en Marzo...."¡Esto no es normal¡, ¡qué va a ser de nosotros¡", sentenció mi vecino.
En las noticias comenzaron a informar a los televidentes: Alerta naranja, alerta amarilla. Todo el mundo a cubierto. Las cadenas para la nieve en el maletero del Seat junto a los chalecos fosforitos. Y a verlas venir, que diería mi abuela.
...Y sigue lloviendo. Han salido todas las fuentes. El campo se recubre de un manto verde inigualable. Hasta la Sierra y la Haza del Lino aparecen inmaculados.
La Fuente rebosa y los barrancos braman.

Sierra Lújar

miércoles, 11 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 1º Capítulo

Durante el verano el comedor de la casa de Lújar se trasformaba, la pila de almendras ocupaba ambos laterales de la habitación. Las mujeres, sentadas en el suelo, envueltas en sacos de pita hasta la cintura, partían una a una la almendra, sobre una piedra lisa y con una barrita de hierro. Luego a escoger la pipa. El polvillo picaba, Inma y yo nos subíamos a la pila y rodábamos entre las almendras. Antonia Ruiz, nos sentaba a su lado y nos ponía a escoger, pero aquella actividad duraba poco. ¡A la calle a jugar!. El abuelo, para unos D. Francisco para los más Frasquito Moreno, imponía orden. Teniente retirado de la Guardia Civil.
Como cualquier hijo del pueblo, había nacido y se había criado en una familia de agricultores. Los cultivos, de secano, almendros, algarrobos y olivos. Tuvo la oportunidad de aprender a leer y escribir y entro en el “Cuerpo”. Su prima hermana, Antonia, se convirtió en su mujer a los 25 años, el 18 de enero de 1.923 en la Iglesia Parroquial de Santo Cristo de Cabrilla de Lújar.
La Guerra Civil la vivieron de cerca. Era Cabo en Lanjarón. Fue un tiempo difícil. En su honor, una calle llevo su nombre.
Tras la jubilación se instaló en Granada, pero pasaba largas temporadas en su pueblo. El campo era su gran pasión, reconocido por todos como un buen agricultor, se ocupaba de cada finca limpiando plantas, reponiendo las que se habían perdido, recogiendo la cosecha, regando frutales y hortalizas.... y acompañado siempre de sus hombres de confianza: los hijos de Elías “el correo”, Paco y Juanito. Ellos, por su juventud y a jornal desempeñaban las tareas más duras, levantar balates, arar, cosechar....
Desde su viudedad vivía con su hija Loli, mi madre y luego cuando ella se caso, continuo viviendo con ellos. A Antonio, mi padre, le supo contagiar su pasión por el pueblo y le aficionó a la caza al regalarle su escopeta.
De modo que mi padre, arrancaba las hojas del almanaque cada mes esperando ver aparecer “Agosto”, su mes de vacaciones.


1.961 en la Vespa y su sidecar

El abuelo ya había telefoneado al “Porras”, su taxista motrileño privado, quien subía a Granada a recogernos, emprendiendo el viaje hacía Lújar. Mis padres nos seguían en su magnifica moto Vespa con sidecar.
El viaje era largo, carretera asfaltada y lenta, rematada, antes de llegar a Motril, por los “caracolillos de Vélez Benaudalla”. En ese momento, yo, ya no controlaba los síntomas del mareo y mi pequeño estómago daba cuenta del desayuno.



Por fin Motril. Una parada, avituallamiento, algo fresco para combatir el calor y de nuevo a la carretera.
En realidad, al camino. El asfalto terminaba en Motril, a partir de ahora la carretera, aunque amplia, era de tierra y piedras, pero el paisaje hacía olvidar por completo la dureza del terreno.
Comenzaba la subida, entre algunos cortijos y grandes fincas de almendros hasta el pinar, y a los lejos, tras interminables barrancos el Puerto y el mar, inmenso, infinito. Luego, siempre a los lejos, Carchuna, Calahonda...y el mar. Y el Alcornocal, tupido, frondoso, el único bosque de alcornoques de nuestra provincia. Y las jaras, el romero y el tomillo. De pronto como por arte de magia, al pie de una inmensa sierra abrupta, aparecía un pueblecito blanco: el pueblo, Lújar.
El pueblo estaba construido a lo largo de la vega y en torno a la fuente, en cuyo nacimiento, un simple tajo, manaba un caño de agua cristalina. Se había construido un pilar y de sus caños, las mujeres recogían agua en cantaros y pipotes. Por el desagüe y a través de una acequia, el agua discurría hasta llegar al lavadero, donde unas pilas adosadas a las cuatro paredes interiores del edificio y unidas entre sí, servían para hacer la colada.
Y el agua seguía discurriendo entre las pilas y desembocaba en la alberca, siempre blanqueada y resplandeciente frente al sol. Sobre el brocal se tendía la ropa. Mientras, los críos chapoteaban y buscaban ranas entre las vinagreras y el mastranzo. En las tardes de primavera y verano, los hombres se reunían en torno a ella y se discutía sobre las tandas de riego.
El Agua, ese bien tan preciado, se daba a cambio de nada, brotaba de la piedra, los lugareños la usaban y la devolvían a la tierra.
El abuelo deshacía su equipaje y cuidadosamente iba colocando sus pertenencias en los cajones de la cómoda. Mis padres ventilaban la casa y ordenaban. Nosotras acudíamos al alboroto del corral.

martes, 10 de febrero de 2009

"EL ANGELOTE"



La multitud pasaba ante mí, en ambas direcciones. Había caras nuevas aunque casi siempre eran los mismos y a las mismas horas, cada uno con su historia, cada uno singular. Un hombre trajeado y con cartera me miraba de reojo. Un chiquillo agarrado a la mano de su madre, por su carita rodaban unas lagrimillas, tenía sueño y el colegio le aguardaba. Dos jóvenes bromeaban entre sí.
Un gran paño de vidrio me separaba de ellos.
Siempre inmóvil en mi vitrina del escaparate.
Mi postura no es muy cómoda, mantengo el equilibrio de puntillas sobre el pie derecho, el izquierdo al aire, hacia atrás, mi brazo derecho reposa a lo largo del cuerpo mientras el izquierdo se alza sosteniendo una vela, a modo de antorcha. Soy casi un niño. Regordete, cabello rizado…y sonrío. Mi madre, si la tuviera, estaría orgullosa de mí.
Me sacó de mis pensamientos la mirada curiosa de una abuela. Se acercaba al escaparate, se retiraba unos pasos, ajustaba sus gafas. Reinició su camino. Antes de perderla de vista se volvió. Nuevamente me miró y entró.
Cuando quise reaccionar la oscuridad se había apoderado de mi y me encontré envuelto en plástico protector y en papel dorado, hasta con un lacito de raso multicolor.
Perdí la noción del tiempo. No volvía la luz. ¿Qué sería de mi?. Mejor no pensaba más, y me dormí.
El ruido del envoltorio al rasgarse me saco de mi letargo y la luz se hizo. ¿Dónde estaba?.
Una mujer con su rostro lleno de expectación me observaba sin pestañear a la par que sus manos me sujetaban con inmensa ternura, sin querer hacerme daño.
-¡Es precioso, que bonito es¡-. Y besó la mejilla de la que me liberó de mi prisión de cristal. Deambuló por la habitación, giró unas veces sobre sí misma y por fin hizo hueco sobre la bazareta de la chimenea y me colocó. Retrocedió y me miro complacida.
Desde mi atalaya, disfrutaba de un lugar privilegiado en la habitación más importante de la casa: la cocina. La presidía una chimenea, que por aquella época del año cumplía su función. El calor que desprendía me hacía sentirme bien y el crepitar de la leña creaba un ambiente de paz. La mujer aviaba un puchero de hinojos, mientras los crios entraban y salían, haciendo una pausa en sus juegos para comprobar si ya estaba lista la comida.
-Haz también migas, mamá.
El hombre, cruzaba el umbral. Al momento se inundaba el aire de romero y sudor. La yunta aró la tierra. La finca estercolada. Todo listo para la siembra.
Tras el almuerzo, una taza de café y refugiados en las mecedoras, frente a la lumbre hablaban de sus cosas.
Un día tras otro me acostumbre a aquella familia, tan distinta a la que solía pasar frente a mí, tras la luna incolora.
Aquella mañana de Junio, la mujer apareció con un ramo de flores recién cortadas, el que acomodó en su jarrón sobre la mesa de alas. Se volvió hacia mí y sonrió. Me tomó en sus manos trasportándome hasta el poyo, junto a unos velones y otros enseres de cobre. Buscó un trapo y sujetándome empezó a pasarlo sobre mi cabeza, mis brazos…
¡Que cosquillas cuando rozó mi espalda¡.
-No, en los pies, no- dije para mí. Pero ella seguía frotando y yo a punto de estallar en miles de carcajadas. Apreté fuerte los dientes. Me iba a delatar. Por fin acabó el martirio y quedé libre de polvo. Relucía.
Él, bajaba y subía escaleras, unas veces de vacío otras llevando macetas de geranios, cordeles, y hasta la mesa matancera. Lo dejaba en la puerta de la calle y volvía a por más. Su última carga, un cenacho repleto de flores amarillas que desprendían un dulce perfume y ramitas de hojas verdes festoneadas y rugosas.
Ella se cruzaba con él, porteando las sábanas blancas de hilo, las colchas de seda bordadas, los pañitos de primoroso ganchillo.
La cafetera silbó anunciando que su amargo y tostado contenido estaba listo para degustar. Tras la taza de café, de nuevo el trajín.
Ante un arriate de rosales y gladiolos habían dispuesto la mesa, cubierta hasta el empedrado con las sábanas, sobre ellas los pañitos sobresaliendo sus hermosas puntillas. Los velones. Los racimos de uvas, ciruelas y albaricoques, salpiqueteaban el tablero. El pan y el jarrillo de cobre con el vino a ambos lados. En el centro, envuelta en su manto azul, alzando la mirada al Cielo, entrelazadas sus manos, con su corona de estrellas, surgía radiante la Inmaculada.
Sobre la fachada de la casa, los geranios descolgaban sus ramitas cuajadas de flores y las colchas ondeaban al compás de la brisa mañanera. Un caminillo de gayombas y mastranzo moría ante el altar.


Cuando me vi sobre él, junto a Ella, sujetando mi vela y su llamita incandescente, me sentí el angelote más feliz de todos los bronces modelados. Formaba parte de un escenario increíble.
Era domingo de Corpus, la Custodia, tras la misa, saldría en procesión solemne y en cada altar, un año más, haría estación.
Las campanas de la Iglesia mudéjar daban el último toque.



sábado, 7 de febrero de 2009

LÚJAR









Pequeña localidad al sur de Granada, situada a pocos kilómetros del mar Mediterráneo, en la falda de Sierra Lújar, conocida en la antigüedad como "LUXAR" (grandes piedras). Se cree fue fundada por los Fenicios como puerto mercantil para el comercio de la madera.












En este pueblo, como podéis comprobar disfrutamos de sierra y mar.




A pesar de su cercanía con Motril (Granada), unos 20 min. en coche, es una localidad muy poco conocida. Esto es un arma de doble filo. Por un lado disfrutamos de una tranquilidad inconcebible en estos tiempos. Nuestra calidad de vida, un privilegio.
Lo negativo es la falta de integración en el avance económico de cualquier municipio.
Carecemos de ofertas en el ámbito de servicios, aunque hay dos cortijos restaurados y habilitados como casas rurales. En el centro del pueblo, un pequeño bar, donde cada viernes por la tarde los hombres del pueblo juegan sus partidas de cartas, uno muy particular conocido como "El Paulo". Los domingos después de misa solemos ir a tomar las consabidas cervecillas acompañadas de unas tapas de migas.
La piscina municipal, en su bar abierto todo el año, se pueden degustar comidas típicas de la zona. Durante la temporada estival, de junio a septiembre, disfrutamos de la piscina en un entorno de ensueño.
El paro nos abruma. Hasta hace unos 40 años la economía de Lújar se mantenía gracias a la agricultura, en concreto con el cultivo de secano, algarrobos, almendras y olivos. Pero la emigración a Barcelona, Almería y Granada hizo mella en su población. Poco a poco, año tras año sus casas se fueron quedando vacías.
Nos quedamos sin cura titular, sin farmacia, sin médico exclusivo, hasta sin escuela. Nuestro párroco tiene a su cargo tres parroquias, nuestro médico pasa consulta en cuatro poblaciones, la farmacia se trasladó al barrio de Cambriles, un autocar recoge a diario a los niños para que asistan al colegio en Castell o en Motril.
Para bien de todos un día surgió el "boom rural". Y comenzó la especulación de las viviendas. Los nuevos propietarios han rehabilitado y habitado un buen números de casas. Los que emigraron vuelven en vacaciones y el pueblo se ha ido llenando otra vez de vida. Eso si, aún nos queda mucho camino por recorrer.
Os seguiré contando.