Va sucediendo, sin
intervención divina ni humana, simplemente porque ha de ocurrir y cuando
quieres reaccionar se iluminan las bombillas, aparecen abetos surgidos del
cemento, mil colores se ocupan de alegrar
desengaños. La Paz y el Amor se venden a precio de saldo.
Una ciega Ilusión se
pierde entre el paso de los años, se la van llevando aquellos que se fueron
quién sabe dónde, mientras se acomoda en los pliegues de la piel un gélido
desencanto. Desencanto que a veces, con uñas y dientes, entra en calor y caldea
el corazón; otras en cambio, no lo consigue y el corazón tirita, porque ya usa
dentadura postiza y tiene el mal vicio de comerse hasta los padrastros de sus
dedos.
El soniquete cansino de un
villancico viene envuelto en brisa de nieve, avisando, alertando: “Este se
acaba y bueno será el año que está por venir. ¿Seguro? ¿Usted me lo certifica?
Porque en eso andamos hace ya, y ¡oiga!,
no hay manera”.
A pesar de los pesares,
se desembalan las figuritas de barro, envueltas en hojas de periódico de un año
para otro; se coloca el puente de corcho sobre el río de aluminio donde brincan
los peces; el castillo de Herodes sobre la caja de zapatos camuflada con papel
y musgo. El pesebre, el Niño…Tres Reyes viejos como Matusalén cabalgan, sin
moverse del sitio, despistados se equivocan y nunca dejan el regalo que con
tanto hincapié pediste en la carta que por mensajero real les enviaste. Se adorna el árbol. Se organiza, en bandeja
plateada, el surtido de mantecados y polvorones y humedeciendo la palma de la
mano se frota el carrizo de la zambomba
mientras otros a tu lado le dan a la pandereta y a la carrañaca.
Entonces, las duquelas se
diluyen entre parabienes y la tierna mirada de mis gurripatos hace posible la
magia de la Navidad.
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