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viernes, 7 de agosto de 2009

LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO

El armario del dormitorio de sus padres siempre estaba cerrado. La llave era inalcanzable para él, permanecía escondida en lo alto del mueble,. Cuando la madre tenía que trajinar en él, cerraba previamente la puerta de la estancia y el crío, al que se le quedaba cara de bobo, permanecía inmóvil en el pasillo:-“Espera ahí, mamá tiene algo que hacer”. Y esperaba. Era misterioso aquél armazón de caoba de seis hojas, tan alto que tenía que doblar la cabeza hacía atrás para ver su fin.


Una vez más se encogió de hombros y buscó su “madelman” de policía y se puso a jugar. No era el original, pero no importaba. La pasada Navidad se ve que los Reyes Magos de Oriente no entendieron muy bien su carta y le dejaron sobre sus zapatos, impecables después de la limpieza con crema marrón que le prodigó su padre, aquel muñeco larguirucho al que los ojos se le habían medio borrado.
La fila frente a la entrada de la escuela parecía no ponerse de acuerdo por lo que la maestra exhortó a sus diminutos discípulos para que tuvieran a bien poner un poco de orden y alinearse de manera correcta. Ni caso, por lo que alzando su voz sobre la algarabía de los párvulos les dijo que si continuaban así pasarían la mañana en el patio, castigados, y no tendrían recreo. Surtió efecto la amenaza y al instante cada cuál tocó el hombro de su compañero, estirando todo lo posible el brazo, quedando una alineación impecable.





Margarita era su compañera de pupitre. Peripuesta como ella sola, con un lazo en su pelo a juego con el vestido. No jugaba, le estaba vetado corretear, podía caerse, mancharse y lo peor, parecería un marimacho, las señoritas han de saber comportarse, le aconsejaba siempre su dominante progenitora. Eso sí, cuando arreciaba el calor, gustaba de sentarse a la sombra del enorme Platanero de Indias junto al resto de la clase, los demás al verla venir decían con guasa: ¡dejarle sitio a Margarita en el banco, que en la tierra no la dejan¡. La preferida del pequeño era Luisa, ella si que sabía jugar. Experta con la peonza a la que hacia bailar ya fuera sobre la tierra o sobre la palma de su mano; y con las chapas, sólo Ricardito osaba enfrentarse a ella. Alguna vez, las menos, le ganó la partida.
Las vacaciones de Navidad estaban a la vuelta de la esquina y andaban atareados dibujando y dando color a las felicitaciones que días después entregarían a sus familias.
Él, sobre una cartulina, dispuso uno junto a otro a los tres Reyes. Barba y cabellos blancos, abundantes y largos: Melchor; barba y cabellos rojos y cortos: Gaspar; cabeza rapada, negro y con turbante: Baltasar. Sobre ellos la mágica estrella que los guió a Belén. Al filo, casi cayéndose de la cuartilla, plasmó un garabato en el que se podía adivinar su nombre: Tomás.
El sabelotodo de la clase miró su dibujo y lanzó una carcajada:
-Tomás sigue pintando a los Reyes Magos, ¡so tonto¡ si son mentira,-gritaba.
El lápiz cayó de entre sus dedos y miró perplejo al inútil que ante él seguía con sus risotadas.
-¿Pero es que todavía no lo sabes?
-¿El que tengo que saber listillo?- se envalentonó.
-Pues que los reyes son tus padres, capullo.
Enmudeció y bajo la mirada. Tras una pausa atinó a responder:
-El capullo lo serás tú por eso tus reyes son tus padres, a mi estos, –y señalaba sus regios personajes- son los que me traen los juguetes.
Doña Antonia, que así se llamaba la maestra, les reclamó: -Niños, por favor, silencio. ¡Basta ya¡-. Hubo de repetirlo unas cuantas veces hasta que consiguió que el
timbre de su voz sobrepasara el griterío de la chiquillería. Entonces se dirigió a ellos indicándoles que podían recoger. Les deseó unas felices navidades y dio por terminado el primer tramo del curso escolar.
El armario de sus padres continuaba burlándose de él. Qué curioso, en estos días el regodeo era mayúsculo.
En la casa todo era un ir y venir preparando la Nochebuena y su madre volvía de la calle cargada de paquetes y bolsas. Cuando la llamaba ella le contestaba que ahora no podía atenderlo, que estaba muy ocupada, que fuera en busca de la abuela que nada estaba haciendo.
Pero el chiquillo andaba inquieto, tenía que abrir aquél gigante y descubrir que secreto guardaba en sus entrañas. Desconocía cómo, cuándo y con qué. Su pequeña cabeza empezó a elaborar estrategias las que, por un motivo u otro, se desvanecían en mil y un inconvenientes. Estaba inmerso en sus cavilaciones cuando el aroma de una sopa de picadillo atravesó el umbral de la cocina y lo alertó del menú de la cena: era su preferido.


Los mayores hablaban y él, en silencio, pensaba. ¡Alto ahí¡… ¿ qué estaba diciendo su padre?, que iban a salir, que tenían una cita con sus amigos, que se quedaba sólo con la abuela. Casi se atraganta al sorber el caldo con los fideos. Aquella iba a ser la noche en la que vencería a su enemigo.
El beso maternal sobre su sonrosada mejilla era la señal.
-Buenas noches, mi chiquitillo, que descanses, hasta mañana y no le des quehacer a la abuela.
Y se marcharon.
Aferrado a su linterna saltó de la cama. Se acercó al cuarto de la abuela y comprobó que ya dormía. Sólo se percibía el tictac del despertador.





Ya estaba ante él. Colocó una silla y encima un taburete. Y escaló hasta la cima del mueble. De puntillas sobre la anea palpo el alto hasta que notó la frialdad de la llave. Descendió de su atalaya enfrentándose a la cerradura. Su corazón se aceleró. El resbalón cedió y se abrió la puerta.
Su madre, que regresó ya de madrugada, lo encontró sentado ante el armario abierto. Estaba ausente, ido, pétreo. Junto a él, un Madelman original.







2 comentarios:

  1. Adorable historia. Me ha hecho recordar el misterioso armario del dormitorio de mis padres. Enhorabuena!

    Saludos

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  2. Muchas gracias, desconocido Rafagan

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