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miércoles, 11 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 1º Capítulo

Durante el verano el comedor de la casa de Lújar se trasformaba, la pila de almendras ocupaba ambos laterales de la habitación. Las mujeres, sentadas en el suelo, envueltas en sacos de pita hasta la cintura, partían una a una la almendra, sobre una piedra lisa y con una barrita de hierro. Luego a escoger la pipa. El polvillo picaba, Inma y yo nos subíamos a la pila y rodábamos entre las almendras. Antonia Ruiz, nos sentaba a su lado y nos ponía a escoger, pero aquella actividad duraba poco. ¡A la calle a jugar!. El abuelo, para unos D. Francisco para los más Frasquito Moreno, imponía orden. Teniente retirado de la Guardia Civil.
Como cualquier hijo del pueblo, había nacido y se había criado en una familia de agricultores. Los cultivos, de secano, almendros, algarrobos y olivos. Tuvo la oportunidad de aprender a leer y escribir y entro en el “Cuerpo”. Su prima hermana, Antonia, se convirtió en su mujer a los 25 años, el 18 de enero de 1.923 en la Iglesia Parroquial de Santo Cristo de Cabrilla de Lújar.
La Guerra Civil la vivieron de cerca. Era Cabo en Lanjarón. Fue un tiempo difícil. En su honor, una calle llevo su nombre.
Tras la jubilación se instaló en Granada, pero pasaba largas temporadas en su pueblo. El campo era su gran pasión, reconocido por todos como un buen agricultor, se ocupaba de cada finca limpiando plantas, reponiendo las que se habían perdido, recogiendo la cosecha, regando frutales y hortalizas.... y acompañado siempre de sus hombres de confianza: los hijos de Elías “el correo”, Paco y Juanito. Ellos, por su juventud y a jornal desempeñaban las tareas más duras, levantar balates, arar, cosechar....
Desde su viudedad vivía con su hija Loli, mi madre y luego cuando ella se caso, continuo viviendo con ellos. A Antonio, mi padre, le supo contagiar su pasión por el pueblo y le aficionó a la caza al regalarle su escopeta.
De modo que mi padre, arrancaba las hojas del almanaque cada mes esperando ver aparecer “Agosto”, su mes de vacaciones.


1.961 en la Vespa y su sidecar

El abuelo ya había telefoneado al “Porras”, su taxista motrileño privado, quien subía a Granada a recogernos, emprendiendo el viaje hacía Lújar. Mis padres nos seguían en su magnifica moto Vespa con sidecar.
El viaje era largo, carretera asfaltada y lenta, rematada, antes de llegar a Motril, por los “caracolillos de Vélez Benaudalla”. En ese momento, yo, ya no controlaba los síntomas del mareo y mi pequeño estómago daba cuenta del desayuno.



Por fin Motril. Una parada, avituallamiento, algo fresco para combatir el calor y de nuevo a la carretera.
En realidad, al camino. El asfalto terminaba en Motril, a partir de ahora la carretera, aunque amplia, era de tierra y piedras, pero el paisaje hacía olvidar por completo la dureza del terreno.
Comenzaba la subida, entre algunos cortijos y grandes fincas de almendros hasta el pinar, y a los lejos, tras interminables barrancos el Puerto y el mar, inmenso, infinito. Luego, siempre a los lejos, Carchuna, Calahonda...y el mar. Y el Alcornocal, tupido, frondoso, el único bosque de alcornoques de nuestra provincia. Y las jaras, el romero y el tomillo. De pronto como por arte de magia, al pie de una inmensa sierra abrupta, aparecía un pueblecito blanco: el pueblo, Lújar.
El pueblo estaba construido a lo largo de la vega y en torno a la fuente, en cuyo nacimiento, un simple tajo, manaba un caño de agua cristalina. Se había construido un pilar y de sus caños, las mujeres recogían agua en cantaros y pipotes. Por el desagüe y a través de una acequia, el agua discurría hasta llegar al lavadero, donde unas pilas adosadas a las cuatro paredes interiores del edificio y unidas entre sí, servían para hacer la colada.
Y el agua seguía discurriendo entre las pilas y desembocaba en la alberca, siempre blanqueada y resplandeciente frente al sol. Sobre el brocal se tendía la ropa. Mientras, los críos chapoteaban y buscaban ranas entre las vinagreras y el mastranzo. En las tardes de primavera y verano, los hombres se reunían en torno a ella y se discutía sobre las tandas de riego.
El Agua, ese bien tan preciado, se daba a cambio de nada, brotaba de la piedra, los lugareños la usaban y la devolvían a la tierra.
El abuelo deshacía su equipaje y cuidadosamente iba colocando sus pertenencias en los cajones de la cómoda. Mis padres ventilaban la casa y ordenaban. Nosotras acudíamos al alboroto del corral.

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