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jueves, 12 de febrero de 2009

"EL PUEBLO" 2º Capitulo


Con papá en la puerta de la casa

La casa era propiedad del abuelo. Sobre los años 40 se la compró a Valentín. Una vivienda de dos plantas, con gallinero y cuadra. El la restauró, distribuyéndola de la siguiente forma: cinco escalones daban entrada principal a la casa, accediendo directamente al comedor, a la derecha un cuarto, su dormitorio, que daba a la calle. A la izquierda, la cocina con chimenea. Mas a la izquierda, una habitación ciega, el zaguán, donde los bidones de aceite y algunos utensilios de labranza tenían acomodo y desde ahí, a través de una puertecilla (los mayores tenían que encorvarse para traspasarla), y tres altos escalones, descendías a la cuadra. Los pesebres se situaban al frente bajo la zona cubierta y al fondo a la derecha, unas vigas que colgaban del techo, donde por la noche las gallinas se acurrucaban. Tras blincar sobre un nuevo tranco salías a cielo descubierto a la parte exterior de la cuadra y al fondo una puerta, ésta, para el uso de esa zona de la vivienda.
Desde la cocina unas escaleras daban acceso a la parte superior, A la derecha del relleno, un cuarto interior destinado a más utensilios agrícolas. En frente, un dormitorio mirando al mar y a Castell de ferro, que luego sería el de mis padres. Y a la izquierda, la cámara, una habitación alargada. La presidía un enorme catre con un colchón de farfolla (hojas secas de maíz). Fue nuestra cama durante un tiempo, era tan alto y nosotras tan pequeñas que tenían que subirnos en él cuando nos íbamos a dormir. Una vez te acostabas procurabas moverte lo menos posible, si lo hacías la farfolla sonaba, como cuando caminas por un bosque en otoño sembrado de hojas secas. Pero en verano, ese colchón te proporcionaba el sueño más fresco.
Recuerdo mis primeros terrores nocturnos en aquella habitación. Del techo siempre colgaban sacos, manojos de manzanilla y de esparto, sobre las vigas y en la oscuridad, las sombras que dibujaban las luces de la calle se me representaban horribles monstruos que pretendían devorarme. Ni siquiera me consolaba la presencia de mi hermana junto a mi en el catre, ni mi Tata que dormía con nosotras. Y la farfolla sonaba.






Tras una puerta se salía a la azotea. Un mirador abierto al pueblo, a la sierra, al mar, a los barrancos.





La casa estaba situada en la parte baja del pueblo, en la única calle por donde, dada su amplitud, podían circular los escasos vehículos de la época, como el camión de Jaime.
Jaime era propietario de un camión rígido, con cabina y cajón de carga. Su familia, la de María Melero, regentaba la única tienda de ultramarinos del pueblo además de tener horno propio donde se amasaba diariamente pan casero.
Cuando el abuelo precisaba bajar a Motril, con su cosecha de almendras ó de algarrobas, contrataba a Jaime para el porte. Nosotras le acompañábamos. Era fascinante viajar en la cabina del camión. Alguna vez, Jaime nos dejó viajar un ratito en el cajón de carga. La emoción era ya infinita.
Al llegar a Motril, el camión se detenía en “Ca Félix”, un almacén en la calle Nueva. El abuelo nos acomodaba sobre unos sacos, a la vez que nos prometía un helado de la “Monerris”, si éramos buenas.
Mi Tata también nos acompaña en estos deliciosos veranos.

Trinidad Carmona, la Tata. El abuelo la empleo en nuestra casa de Granada, se ocupaba de los quehaceres del hogar y de nosotras. Fue como nuestra abuela, y junto con el abuelo, pasamos momentos inolvidables.
El mejor momento del día, el del baño. En aquella época tener un cuarto baño era un lujo que muy pocos disfrutaban y al que nosotros no teníamos opción. Por ello, la Tata calentaba una enorme olla de agua en el fuego, y en un gran lebrillo de cerámica granadina, echaba el agua, y allí se iniciaba el juego. El agua corría libre por las losetas del suelo de la cámara.
Cuando el sol ya había caído, una suave brisa envuelta en aromas de Celindo, Sampedro, y Galán de Noche, inundaba la tarde. La Tata iba acomodando en unas sillas, los “trasticos” (diminutas copias de ollas, cacerolas, sartenes y cucharones de aluminio). Inma y yo comenzábamos el juego, verdaderas mamás, perfectas amas de casa, ocupándonos de que la comida estuviera apunto. Las niñas: Camila, Elena, Conchita, nos visitaban y compartían con nosotras, aquellas horas infantiles. Por entonces, tener juguetes era algo extraordinario, de modo que aquella cacharrería suponía poseer un gran tesoro.



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