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martes, 10 de febrero de 2009

"EL ANGELOTE"



La multitud pasaba ante mí, en ambas direcciones. Había caras nuevas aunque casi siempre eran los mismos y a las mismas horas, cada uno con su historia, cada uno singular. Un hombre trajeado y con cartera me miraba de reojo. Un chiquillo agarrado a la mano de su madre, por su carita rodaban unas lagrimillas, tenía sueño y el colegio le aguardaba. Dos jóvenes bromeaban entre sí.
Un gran paño de vidrio me separaba de ellos.
Siempre inmóvil en mi vitrina del escaparate.
Mi postura no es muy cómoda, mantengo el equilibrio de puntillas sobre el pie derecho, el izquierdo al aire, hacia atrás, mi brazo derecho reposa a lo largo del cuerpo mientras el izquierdo se alza sosteniendo una vela, a modo de antorcha. Soy casi un niño. Regordete, cabello rizado…y sonrío. Mi madre, si la tuviera, estaría orgullosa de mí.
Me sacó de mis pensamientos la mirada curiosa de una abuela. Se acercaba al escaparate, se retiraba unos pasos, ajustaba sus gafas. Reinició su camino. Antes de perderla de vista se volvió. Nuevamente me miró y entró.
Cuando quise reaccionar la oscuridad se había apoderado de mi y me encontré envuelto en plástico protector y en papel dorado, hasta con un lacito de raso multicolor.
Perdí la noción del tiempo. No volvía la luz. ¿Qué sería de mi?. Mejor no pensaba más, y me dormí.
El ruido del envoltorio al rasgarse me saco de mi letargo y la luz se hizo. ¿Dónde estaba?.
Una mujer con su rostro lleno de expectación me observaba sin pestañear a la par que sus manos me sujetaban con inmensa ternura, sin querer hacerme daño.
-¡Es precioso, que bonito es¡-. Y besó la mejilla de la que me liberó de mi prisión de cristal. Deambuló por la habitación, giró unas veces sobre sí misma y por fin hizo hueco sobre la bazareta de la chimenea y me colocó. Retrocedió y me miro complacida.
Desde mi atalaya, disfrutaba de un lugar privilegiado en la habitación más importante de la casa: la cocina. La presidía una chimenea, que por aquella época del año cumplía su función. El calor que desprendía me hacía sentirme bien y el crepitar de la leña creaba un ambiente de paz. La mujer aviaba un puchero de hinojos, mientras los crios entraban y salían, haciendo una pausa en sus juegos para comprobar si ya estaba lista la comida.
-Haz también migas, mamá.
El hombre, cruzaba el umbral. Al momento se inundaba el aire de romero y sudor. La yunta aró la tierra. La finca estercolada. Todo listo para la siembra.
Tras el almuerzo, una taza de café y refugiados en las mecedoras, frente a la lumbre hablaban de sus cosas.
Un día tras otro me acostumbre a aquella familia, tan distinta a la que solía pasar frente a mí, tras la luna incolora.
Aquella mañana de Junio, la mujer apareció con un ramo de flores recién cortadas, el que acomodó en su jarrón sobre la mesa de alas. Se volvió hacia mí y sonrió. Me tomó en sus manos trasportándome hasta el poyo, junto a unos velones y otros enseres de cobre. Buscó un trapo y sujetándome empezó a pasarlo sobre mi cabeza, mis brazos…
¡Que cosquillas cuando rozó mi espalda¡.
-No, en los pies, no- dije para mí. Pero ella seguía frotando y yo a punto de estallar en miles de carcajadas. Apreté fuerte los dientes. Me iba a delatar. Por fin acabó el martirio y quedé libre de polvo. Relucía.
Él, bajaba y subía escaleras, unas veces de vacío otras llevando macetas de geranios, cordeles, y hasta la mesa matancera. Lo dejaba en la puerta de la calle y volvía a por más. Su última carga, un cenacho repleto de flores amarillas que desprendían un dulce perfume y ramitas de hojas verdes festoneadas y rugosas.
Ella se cruzaba con él, porteando las sábanas blancas de hilo, las colchas de seda bordadas, los pañitos de primoroso ganchillo.
La cafetera silbó anunciando que su amargo y tostado contenido estaba listo para degustar. Tras la taza de café, de nuevo el trajín.
Ante un arriate de rosales y gladiolos habían dispuesto la mesa, cubierta hasta el empedrado con las sábanas, sobre ellas los pañitos sobresaliendo sus hermosas puntillas. Los velones. Los racimos de uvas, ciruelas y albaricoques, salpiqueteaban el tablero. El pan y el jarrillo de cobre con el vino a ambos lados. En el centro, envuelta en su manto azul, alzando la mirada al Cielo, entrelazadas sus manos, con su corona de estrellas, surgía radiante la Inmaculada.
Sobre la fachada de la casa, los geranios descolgaban sus ramitas cuajadas de flores y las colchas ondeaban al compás de la brisa mañanera. Un caminillo de gayombas y mastranzo moría ante el altar.


Cuando me vi sobre él, junto a Ella, sujetando mi vela y su llamita incandescente, me sentí el angelote más feliz de todos los bronces modelados. Formaba parte de un escenario increíble.
Era domingo de Corpus, la Custodia, tras la misa, saldría en procesión solemne y en cada altar, un año más, haría estación.
Las campanas de la Iglesia mudéjar daban el último toque.



1 comentario:

  1. sigue asi , deleitandonos con increible escritura , nos transportas ha esos momentos como si fuesen ahora,sabes plasmar el sentir.Soy unos cuantos añitos menor pero me vienen a mi mente tan gratos recuerdos , que no recordaba. Hoy con tu lectura me invaden mi mente de tan bellos recuerdos.MUCHAS GRACIAS MARA. Por no dejar que mueramos en el olvido.TE DOY MIS MAS SINCERAS FALICITASIONES. Te doy por seguro que me enganchas, pues adoro nuestro querido pueblo , pero como bien dices queda mucho por hacer,Hace falta gente emprendedora, como tu. y no dejemos que el pasado se quede con nosotros tan solo en recuerdos. hagamos de nuestyro querido pueblo un sentir en el presente, en el mañana , para que todas las las generaciones venideras, siempre tengan un bello recuerdo como el nuestro. DE NUEVO FELICIDADES. America Medina Cabrera

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